La historia no se repite, pero rima. Esta frase, atribuida a Mark Twain, muestra que los estudios históricos tienen ahora más importancia que nunca para entender el mundo, en particular Oriente Próximo.
Hace más de un siglo que finalizó la Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra como la conocieron los contemporáneos, ignorantes de lo que vendría después. Marcó la pauta para los conflictos armados del siglo XX, caracterizados por no dejar a la población civil fuera de las guerras y por utilizar represalias de carácter masivo e indiscriminado. Fue precisamente entonces, en 1918, cuando las soluciones acordadas para Oriente Próximo no resultaron muy acertadas, lo que azuzó las reivindicaciones del nacionalismo árabe. Los protectorados francés e inglés trazaron las fronteras a escuadra y cartabón, pasando por alto sobre las poblaciones autóctonas, los límites tradicionales y las identidades previas.
Este cierre en falso alimentó la posibilidad, largamente acariciada por el sionismo, de constituir un estado judío en su antiguo hogar de Palestina. Objetivo alcanzado cuando un 15 de mayo de 1948 proclamó David Ben Gurion el Estado de Israel. Solo en 2005, tras una historia interminable de conflictos, Israel se retiró de Gaza, después de treinta y ocho años de ocupación, aunque el control de fronteras y suministros siguió en sus manos, como se ha comprobado dramáticamente en los últimos meses.
Es cierto que las milicias de Hamás perpetraron hace un año ataques terribles a ciudadanos israelíes, pero ¿eso justifica arrasar a una población tan desasistida como atemorizada? La respuesta israelí peca de desproporcionada. Y con la desproporción se pierde la razón. ¿Dónde cortar la electricidad, en las incubadoras o en las operaciones cardíacas?
Durante décadas se centró la táctica israelí en las políticas de embargo y de racionamiento para dejar a los ciudadanos de Gaza sin ninguna expectativa de futuro, instalados en la incomodidad perpetua y sin legítimas aspiraciones de prosperar. Vivir sitiados los condenaba a contemplar el primer mundo al otro lado de la frontera, pero sin poder tocarlo. Y así, como receta segura, se recrudecen los radicalismos…
Un tópico histórico de la retórica revolucionaria de Irán es que Estados Unidos es el Gran Satán empeñado en la destrucción de la República Islámica. Y no todo es psicopatología: está demostrado el patrocinio de la CIA en el golpe que derrocó al gobierno nacionalista de Mossadegh en 1953 para dar paso al Sha y a la dinastía Pahlevi. Todos sabemos también del apoyo norteamericano a Sadam Hussein en la guerra Irán-Irak, por no hablar del oscuro episodio del ‘Irangate’, es decir, la venta secreta de armamento a Irán entre 1985 y 1987 a través de una red de tráfico de armas. Con los beneficios de ese negocio apoyó Washington a la Contra nicaragüense y a la guerrilla afgana que luchaba contra las tropas soviéticas en Afganistán. Así, además, Estados Unidos prolongaba la guerra y desgastaba tanto a Irak como a Irán, dos países estratégicos y con petróleo. Hasta una empresa madrileña vendía armas a Irán hace quince años, en concreto al gobierno de Ahmadineyad. Las prohibiciones de la ONU sobre venta de armas a Irán, en respuesta al programa nuclear iraní, se ningunearon de forma clamorosa.
El ayatolá Jomeini llegó al poder en Teherán en 1979 y enseguida impulsó la fuerza política de los chiitas del Líbano. Al principio con líderes carismáticos como el imán Mussa Sadre, un hombre culto de origen persa que capitaneó el movimiento de Los Desheredados. Después llegaron organizaciones como Hizbolá, en árabe el «partido de Dios». Hizbolá cambió ciertos equilibrios de poder en la sociedad libanesa, tradicionalmente dominada por los cristianos maronitas y los musulmanes sunitas que vivían sobre todo en las ciudades de la costa mediterránea que tan bien caracterizó Maruja Torres hace décadas. A partir de entonces prosperaron los chiitas en el mundo de los negocios.
Jomeini era un sofisticado teólogo, pero sobre todo un agente político consumado. Sacudió los cimientos de la tradición chiita y rompió con la separación entre religión y Estado que se había consolidado a lo largo de etapas anteriores. El régimen de los ayatolás, como todos los movimientos apocalípticos, apeló especialmente a los pobres, los marginados y los desposeídos, pero demonizando siempre al enemigo. Y, en este sentido, los Estados Unidos de Reagan y de Bush le pusieron en bandeja la demonización. Bush era el símbolo del mal, Obama se convirtió en un problema, y con Biden, ya en versión «pato cojo», aprovecha Netanyahu el coste de oportunidad antes de las próximas elecciones estadounidenses.
En 2006 ya se enfrentaron Israel y Hizbolá, en lo que fue una guerra catastrófica para el Líbano, de la que todavía no se ha recuperado. Aquel conflicto armado encumbró al venerado Nasrallah, el dirigente asesinado estos días. La retirada de Israel se atribuyó a la resistencia armada ofrecida por Nasrallah y los suyos, bastante ausente el ejército regular libanés. Muchos lo consideraron el único musulmán que había derrotado a Israel en el campo de batalla. Se erigió en un símbolo de la dignidad de los árabes. Ahora se lo han cargado. Para Estados Unidos era uno de los terroristas más buscados; para Irán y los chiitas del Líbano, el ejemplo máximo de la resistencia árabe contra la ocupación Palestina. Por eso Netanyahu no podrá nunca diluir las atrocidades de Gaza en medio de un conflicto más extenso.
Ante la falta de autoridad de Naciones Unidas, también la Unión Europea debería reaccionar y no quedarse cruzada de brazos. Sería una buena oportunidad para demostrar que tiene una política exterior propia e independiente. Por otro lado, si la ONU no incorpora reformas en su funcionamiento, comenzará a parecerse a su precedente histórico: la Sociedad de Naciones. Y lo que vino después me ahorro de contarlo por sabido. No tenemos más alternativas para reducir las tensiones internacionales y construir un mundo más pacificado. Como decía Ortega y Gasset, «toda realidad que se ignora prepara su venganza».
Suscríbete para seguir leyendo