En la antigua cárcel de Palma se respira desesperación, miseria y una seria preocupación por el desalojo anunciado por Cort, que alega «la falta de seguridad que presenta la infraestructura para las personas que viven en ella». Los moradores de la prisión abandonada aguardan recelosos que el juzgado emita la orden de desahucio y confiesan con pesar: «No tenemos adónde ir». A la pobreza que les roba los días y las noches, se le ha sumado ahora el desasosiego por verse de golpe en la calle, lejos de los muros que hasta ahora les han dado cierto cobijo.
Lolo -ruega que su apellido quede oculto y también su rostro- habla muy claro: «Si nos echan de aquí, nos iremos más de 100 personas a la calle», denuncia. «Esto es un desastre, aquí no ayuda nadie», asegura. «No porque nosotros estemos aquí metidos somos malas personas. No, no, es al revés: nos están haciendo malas personas los que nos obligan a estar aquí porque no hacen nada con el problema de la vivienda y nos están haciendo malas personas los que nos van a obligar a salir de aquí porque no nos dan una solución. La solución la dicen, la exponen, blablablá, pero no la aplican», lamenta escéptico ante el comentario de que el Ayuntamiento buscará ofrecer una solución habitacional a todos los residentes de una infraestructura que fue abandonada en 1999. «Yo solo espero que esta expulsión se retrase varios meses, al menos hasta principio de año», reza.
David tiene 49 años, lleva dos meses asentado en una celda ruinosa, sucia y desconchada. Llora. Se le enjutan las facciones. «Nunca me he visto en una situación así y le puede pasar a cualquiera. Todo el mundo puede tener una mala racha y no contar con apoyo familiar. Cómo van a echarnos de aquí, por Dios, antes de que cierren esto nos tienen que buscar un sitio», exclama incrédulo.
Va a ser su primer invierno en un recinto carcelario cada vez más degradado. Antes dormía en un cajero. «Llega el frío y lo más normal es que todo el mundo tenga un techo para estar caliente. También que puedas ducharte. Hablo de tener estas cosas tan básicas para poder tirar hacia adelante», considera.
El primer habitante del presidio, el inquilino cero que se coló en chirona cuando se quedó sin presos, sale de sus aposentos para mostrar el envilecimiento del espacio y las condiciones en las que viven. Juan Antonio Ortiz sabe cómo funciona y se organiza la vida en esta infraestructura con muros heridos por incendios y rincones repletos de basura. «La cosa está cambiando, ahora se está poniendo peligroso», cuenta. La «difícil» convivencia entre los distintos perfiles de moradores ha dividido el espacio en tres guetos diferenciados dentro de la misma cárcel.
En el módulo vecino a la entrada que mira al Ocimax y una clínica veterinaria, se reparten en un lado los latinos y en otro los españoles. «En el lado opuesto, en las construcciones que dan a la carretera de Sóller, se han instalado los argelinos que vienen en patera», especifica Ortiz. «Cada día viene uno nuevo, mira, ahora pasa este, ‘hola, buenos días’». El joven cruza, no saluda y apenas levanta la mirada. «Es que ni contestan, no muestran educación». A José Ferrer, amigo inseparable de Ortiz, le han robado toda la documentación. «Han sido ellos, los argelinos. Cada mañana te encuentras con el colchón levantado, todo tirado, se llevan hasta la ropa», denuncian. «He tenido que renovar el DNI, el carné de conducir, la tarjeta del médico, todo», denuncia. «Han llegado hace dos meses y desde entonces no podemos estar tranquilos, nos roban cada dos por tres».
Juan Antonio y José conocen la noticia del desalojo que programa el Ayuntamiento. «Han venido arquitectos y la policía, que ahora viene mucho, y nos lo han dicho. También que nos van a dar vivienda», comentan, «pero sabemos que esto no va a tener un final feliz».
«Los de la Cruz Roja son los únicos que nos ayudan y están desbordados», explican. «Antes venían más a menudo, pero cada vez deben atender a más gente».
Es posible que Juan Antonio pueda sortear el desahucio de la que ha sido su casa durante más de 20 años. «Fui el primero en vivir aquí, estaba completamente solo», evoca. En breve, se mudará al que fue el piso de sus padres, en la calle Sant Vicenç de Paül. «Han fallecido y podré irme con mi hermana. También me llevaré a José, que es mi hermano aquí», le espeta a su compañero, cuyos ojos se inundan en un mar de lágrimas. «Los tengo enfermitos. Arreglaba una bicicleta, fui a ponerle pegamento del fuerte y al apretar el tubo me saltó a la vista. Fui a Son Espases, donde me curaron, pero aún veo borroso», narra. José Ferrer cayó en desgracia cuando «unos drogadictos intentaron robar a mi mujer. La tiraron al suelo, se dio contra el bordillo y falleció. Me enfrenté a esos canallas, me dieron una puñalada en este ojo, pero yo también les di. Me metieron en la cárcel año y medio por ello. Y no es justo, fue legítima defensa. Mataron a mi mujer», protesta entre gemidos. Tras la prisión, cayó en picado. Juan Antonio ha sido su ángel de la guarda. Ambos se han hecho los dueños de un recodo del presidio, les acompaña en ocasiones David. Una mesa con vasos y tazas hace las veces de comedor. Justo al lado, se intuye la huella negra de una lumbre donde cocinan y huyen del frío. Después hay un pasillo donde se distribuyen lo que fueron celdas. Juan Antonio abre la suya, muestra su cama y sus cosas. Es su intimidad. En una pared, hay fotos de un niño: es él junto a su madre. La foto está rasgada, en un intento de disolver la figura paterna. Juan Antonio se refleja en un fragmento de espejo que tiene en el cuarto. Tiene un perrito de peluche. «En parte, voy a echar de menos esto», sonríe.
El caso de Lolo es distinto. Él es un nuevo sin techo, es decir, con trabajo pero sin hogar. «He trabajado de camarero en la temporada turística. Mis problemas empezaron cuando me separé de la madre de mi hijo. Estaba viviendo con ellos en Ibiza, donde la situación aún es peor. Allí no podía conseguir ningún sitio para vivir. Vine aquí, donde veo que la situación está horrible. Es imposible acceder a un alquiler», asegura desesperado. Lolo tiene prisa, se dirige con otros habitantes de la cárcel al albergue de Ca l’Ardiaca. «Está colapsadísimo. Vamos allí a ducharnos y a ayudar como voluntarios. A cambio nos dan comida, pero si vieras aquello… Se tiran muchos alimentos y no dejan que nos los llevemos», denuncia una joven que va con Lolo. Es de las pocas mujeres que viven en el antiguo presidio. «He visto unas cuantas más, pero no somos muchas».
David sostiene que no regresará jamás a Ca l’Ardiaca. «Allí has de dormir con las zapatillas debajo del cojín para que no te las roben». «Aquí también hay gente muy mala ahora, pero no nos queda más remedio que estar aquí», suspira. «Yo tenía mi trabajo pero lo perdí, me quitaron el carné de conducir y era repartidor. Hablo con mis hijos por teléfono, pero no quiero que me vean así». Su situación la califica de extrema. «No tenemos dinero para comer, más de una vez y dos hemos pasado hambre, hoy es uno de esos días. El agua la cogemos de la fuente del parque que tenemos aquí al lado, es lo único que tenemos hasta que nos la quiten», dice desconfiado.
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