La guerra siempre acaba encontrando a los mismos. Cada una es distinta, pero todos los miedos se parecen. El miedo no viene casi nunca por la experiencia vivida, por traumática que esta haya podido ser, sino que es el hijo primogénito de la incertidumbre, del “¿Qué pasará?”. “Pasar”, en todas sus acepciones, en todos sus tiempos, en todos sus eslóganes, es el verbo que mejor define la guerra. La incertidumbre, por su parte, es como una matrioska infinita, que va desde la muñeca grande de la duda existencial de si vamos a seguir viviendo, a la escasa y -no tan- banal certeza de si mañana podremos ir al supermercado a comprar de comer para poder seguir viviendo. Por eso, en tiempo de guerra, intentamos aplacar todas esas incertezas por lo alto, troceando la larga prosodia de “in-cer-ti-dum-bre” hasta hacerla masticable, ya sea haciendo acopio, pagando precios desorbitados por un billete de avión que quizá sea el último que se vende, o haciendo testamento in extremis por lo que pueda pasar. Y viviendo como nunca antes al final de la escapada. Es ahí, en ese periodo breve e incierto que creemos antesala de la tragedia, cuando más vivos nos sentimos. Es en el momento previo a la línea de meta de la desgracia cuando, por fin, decidimos salir de nuestro letargo burgués. Esa sensación de fluidez absoluta la tuve en una vida pasada de un tiempo no tan lejano, en un país remoto. Es, imagino, la que hoy sienten miles de libaneses que ven su maltrecho bienestar amenazado. La guerra no tiene ni medias tintas, ni medias distancias. Tan pronto es percibida como algo lejano, una imagen de televisión, como la tiene uno encima, inexorable y asfixiante. Cuando eso ocurre, vemos en túnel y nos encontramos en un callejón sin salida vital. Todas las opciones se vuelven de pronto malas, y la alternativa tiene un nombre muy feo. La víspera del estallido, las emociones se exacerban en un carpe diem de colores extraños y muy vivos, un Kodachrome febril y psicodélico que planta cara al fundido a negro del mañana. «J’ai vécu des guerres» (“He vivido guerras”), me decía en un plural inapelable y poético una amiga libanesa estos días atrás. En Líbano, escenario de todas las guerras, esa intensidad en el disfrute se ha convertido en norma, y aquello que a los aburridos europeos nos parece admirable e incomprensible, a ellos, mera lógica de supervivencia. Vivir angustiado permanentemente no compensa. Beber y bailar se convierten entonces en imperativos categóricos. Rodearse de gente, en el mejor búnker. Ahorrar, en una frivolidad. Rezar, en una invocación fútil para que Dios cambie de bando. «We love peeeeeace!!!!» (“¡Amamos la paz!”) le oí gritar a un joven que emulaba a Leonardo di Caprio en la proa de una barca en la bahía de Jounieh hace un mes. Era el suyo un clamor tan desesperado como esperanzado, un grito en el mar lanzado al sur. En aquel verano de 2024, que hoy parece antediluviano, lo que hoy nos cuenta la televisión como un hecho fatal y cierto se perfilaba como un fastidioso augurio al que nadie quería mirar de frente. La mente es posibilista por naturaleza, y el peor escenario en la baraja siempre se deja para los demás, para los otros. “El infierno, son los otros”, dijo Sartre, hasta que «los otros», como también dijo Sartre, son lo más importante que hay en (nos)otros. Hasta que “los otros”, en ese momento crítico, somos nosotros mismos. Así, del egoísmo legítimo frente a esa aporía en que se convierte vivir se vira, a bordo de la misma barca desde la que gritaba nuestro Di Caprio, hacia la empatía, pues el sufrimiento del otro es tan cercano que lo hacemos propio, y de ahí, a la solidaridad, la de verdad, la que, si no salva vidas, nos permite al menos irnos con un último hálito de esperanza en el prójimo. De esta guerra, que esperamos sea la última, el Líbano acaso salga distinto, quizá diezmado, pero seguro que resurge más unido, más fuerte. Es en circunstancias tan extremas como esta cuando los pueblos arriman el hombro y se cogen del brazo, cuando la etimología adquiere todo su sentido y contradicción, cuando entendemos por qué en latín “guerra” y “belleza” tienen la misma raíz inusitada, el nervio bífido de lo peor y lo mejor del ser humano. We love peace!.