En 1978 las tropas israelíes invadieron el sur del Líbano para tratar de expulsar a las milicias palestinas de las inmediaciones de su frontera. En 1982 marcharon hasta Beirut, donde lograron instalar brevemente a un gobierno títere de cristianos maronitas en la capital libanesa y forzar la salida del país de la OLP de Yasser Arafat, antes de retirarse al sur del Líbano, donde permanecieron enfangados durante 18 años en una lastimosa ocupación. En 2006 volvieron a la carga, esta vez con el propósito de neutralizar a Hizbulá y expulsarla del sur del Líbano, una guerra que acabó sin que Israel lograra ninguno de sus objetivos. Y de ahí a 2024. Con toda la región en llamas, el Estado judío sigue forzando sus costuras. Huele la debilidad de Irán. Y tiene a Hizbulá malherido y contra las cuerdas. Oportunidades que Binyamín Netanyahu lleva toda su vida esperando.
Los portavoces militares israelíes se han apresurado a decir que la invasión terrestre del Líbano será “limitada, localizada y con incursiones selectivas” contra la infraestructura militar de Hizbulá en el sur del país. El propósito declarado de sus líderes es forzar a la milicia proiraní a retirarse al norte del río Litani, situado a casi 30 kilómetros de la frontera israelí, para permitir el regreso a sus hogares de los cerca de 60.000 israelíes que fueron evacuados de sus hogares en el norte de Israel cuando Hizbulá comenzó a calentar la frontera en apoyo a los palestinos de Gaza hace casi un año. Pero como bien sabe la Administración de Joe Biden, las verdaderas intenciones israelíes raramente coinciden con las declaraciones públicas de sus líderes.
En su reciente discurso ante la ONU, Netanyahu aseguró que “Israel debe también derrotar a Hizbulá en el Líbano”, un Partido de Dios al que definió “como la quintaesencia del terrorismo”. El jefe de sus Fuerzas Armadas fue todavía más explícito al rechazar los esfuerzos diplomáticos de Francia y EEUU para buscar una salida negociada al conflicto en Líbano, el polvorín que amenaza desde hace meses con desatar la guerra total en la región. Su ejército, dijo Herzi Halevi, “lleva años esperando esta oportunidad para atacar a Hizbulá”.
Jaque al Eje de la Resistencia
Y vaya si lo está haciendo. En apenas dos semanas, dinamitando los viejos equilibrios del conflicto y cruzando todas las líneas rojas, Israel ha liquidado a su carismático líder Hassan Nasrala, ha destruido su red de comunicaciones, ha herido a miles de sus milicianos y ha decapitado a una larga lista de sus comandantes militares. No hay duda de que sus servicios de inteligencia se han infiltrado hasta la médula tanto en el seno de Hizbulá como del aparato de seguridad iraní. La vieja tentación de erradicar al Eje de la Resistencia, la constelación de milicias patrocinadas por Irán que resisten desde hace décadas la hegemonía israelí en la región, sobrevuela los despachos en Tel Aviv.
En plena debacle de sus fuerzas, con Hamás severamente diezmado en Gaza y Hizbulá ante el momento más complicado de su historia, Irán parece paralizado. Su retórica desafiante de los últimos meses, con aquel ataque muy calibrado y sin precedentes sobre Israel de la pasada primavera, choca con la debilidad interna del régimen. Un régimen asediado por una economía rota por las sanciones, un apoyo popular mínimo y el miedo a que Israel, que lleva meses matando también a comandantes en Siria y Líbano, ataque sus instalaciones nucleares.
Factores que quedaron de manifiesto en el reciente discurso del presidente iraní ante la ONU. Lejos de enseñar los cuchillos para tratar de disuadir a la maquinaria de guerra israelí, Masoud Pezeshkian tendió la mano a Occidente, ofreciéndole una “nueva era” en las relaciones entre ambos bloques y situando el levantamiento de las sanciones como la prioridad de su Gobierno.
El dilema de Irán
Ese escenario está ahora completamente descartado. Al menos a corto plazo. Haga lo que haga, Irán tiene todas las de perder. Si no responde con fuerza a la invasión del Líbano, se arriesga a perder los principales activos que han cimentado su influencia en la región desde hace más de tres décadas. Pero si acude al rescate de Hizbulá, le daría a Israel otro pretexto para destruir el Líbano y llevar después la guerra a territorio iraní. Teherán tampoco puede contar con Siria, que ha sido históricamente el árbitro y señor del avispero libanés, dada la extrema fragilidad del régimen de Bashar al Assad, todavía ocupado con los rescoldos de su guerra civil.
Y en la región es muy dudoso que alguien vaya a echarle una mano a Teherán. Saudíes, emiratíes o egipcios recelan de Hamás, Hizbulá e Irán tanto o más que Israel, lo que ayuda a entender porque no han hecho nada sustancial en este último año para detener las atrocidades en Gaza y su periferia. Washington, por su parte, no ha tardado en respaldar la invasión. Otra muestra de las inconsistencias de un Biden que financia y arma la guerra en siete frentes de Israel mientras fracasa reiteradamente en sus maniobras diplomáticas para frenar su expansión. Todos los enemigos del Estado judío lo han reiterado hasta la saciedad en estos meses: cesarán sus ataques cuando acabe el asalto sobre Gaza.
El problema de esta renovada espiral es que Netanyahu ni siquiera tiene una estrategia política para abordar el presente inmediato cuando deje de salir humo sobre las ruinas de la región. La fuerza bruta nunca ha traído paz a Israel, solo una calma pasajera. Y como ha comprobado tantas veces en el Líbano, la lucha de guerrillas se le da bastante peor que el asedio aéreo. Esta vez quizás sea diferente porque Netanyahu opera sin restricciones ni respeto hacia el derecho internacional. La ilusión de remodelar la región a cañonazos sin abordar las verdaderas causas del conflicto se instalado en su gabinete. Y nadie en Occidente parece dispuesto a pararle.
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