El corredor del fuet: viaje a la Cataluña que necesita y a la vez rechaza la inmigración
A las cinco de la madrugada aún es oscuro en las calles y plazas de Alcarràs (Segrià), un pueblo a orillas del río Segre que no se entiende sin los campos de fruta que lo rodean. Además de contar con granjas e industria cárnica, esta comarca sirve a toda Europa melocotones, cerezas, paraguayos, nectarinas y albaricoques. Cuando aún amanece hay un trajín incesante de temporeros africanos que los recogerán a plena luz del sol. Algunos de ellos han terminado residiendo en el municipio, lo que molesta a muchos vecinos. “Estamos acostumbrados a los inmigrantes en verano porque sin ellos no habría fruta, pero luego que vuelvan a su país. El problema es que se queden aquí”, opina Loren, una educadora de infantil.
Hace décadas que los jóvenes de Alcarràs y de la comarca dejaron de pasar los veranos recogiendo fruta. Desde entonces son los temporeros inmigrantes quienes trabajan de lunes a sábado, de siete a cinco, con media hora para comer, aproximadamente. Así lo explican a las seis de la mañana un grupo de trabajadores, sentados en un banco, mientras esperan la furgoneta que les llevará hasta el campo. “Cobramos siete euros a la hora, trabajamos mucho y cobramos poco”, protesta en francés Mama Salif Diallo, un senegalés que cada año regresa a El Segrià empalmando las cosechas de toda España. Mamadou hace 16 años que vive en el pueblo. “No tenemos otro trabajo que este, pero sí creo que el racismo está yendo a más”. La conversación se corta cuando llega el payés. Mamadou y Mama agachan la cabeza, entran en la furgoneta con el resto de compañeros y se van hacia el campo.
La escena se repite por todo el pueblo hasta el amanecer. Grupos de inmigrantes esperan en la calle hasta que les recoge un vehículo. Entre este panorama destaca el andar de Jaume Mir. Va solo. Él no es agricultor, es granjero. “Ahora hay muchos inmigrantes aquí, no tenemos trabajo para todos. En verano hay muchos robos porque duermen en la calle. Al final, los que nos tendremos que largar de aquí somos nosotros, por su culpa”, se queja.
Uno de los temores de Mir se llama Amadou. Cuando el cantar de los pájaros indica que está clareando, este hombre sale a escondidas de una casa en obras. Pasa la noche entre escombros. Se encuentra muy débil, a duras penas camina y habla a gritos. “Duermo en una obra, me puedo pasar días sin comer, pido comida en las casas, pero no me dan”. Hace años emigró de Mali buscando un futuro mejor en Europa. Llegó a Alcarràs para trabajar en la fruta. Pero algo se quebró en su cabeza: da signos de un frágil estado de salud mental. “No me dejan trabajar, me maltratan”.
En su delirio, dice verdades como puños. “A los inmigrantes nos tratan como perros. Fruta, fruta, fruta… solo nos quieren para la maldita fruta”, dice. Se asea en las fuentes del pueblo y, al quitarse la chaqueta, se le marcan las costillas. Explica que toda su familia fue asesinada en su país de origen. Con los ojos llorosos, pide terminar la entrevista. «Si hablo sufro». Desaparece por las callejuelas, hablando solo, en wólof, mirando al cielo.
A medida que avanzan las horas, el sol se va imponiendo y la calle se llena de transeúntes de tez blanca. Amadou sigue correteando, cargando con miradas de desprecio que son pura normalidad. En la plaza mayor, la terraza de un bar está llena de catalanes. “Gente de fuera hemos tenido siempre, porque si no la fruta no se recogería, pero ahora se ha mezclado todo y muchos se han quedado a vivir”, resume Loren, la educadora de ‘bressol’. Está sentada a la mesa con su padre, Josep Maria, y su madre, Isabel. “Antes venían en verano, hacían el trabajo y se volvían a su país con el dinero”, recuerda él. “El problema es que se quedan”, insiste la hija.
Realidad paralela
La maestra dice que, desde los años de su infancia, Alcarràs ha duplicado su población. “No se adaptan: no hablan catalán, no participan en las actividades del pueblo, intentas relacionarlos con tus hijos en las fiestas de cumpleaños y nunca aparecen… Viven en una realidad paralela a la nuestra”, apunta Loren. La conversación versa sobre el miedo creciente a los inmigrantes, las ayudas supuestamente desmedidas a los recién llegados y su machismo.
“Inaguraron un parque infantil y ya no se puede ir, ellos lo ocuparon en seguida. Se hacen amos de todo y lo dejan hecho un cirio”, dice la madre. El padre pone el ejemplo de la escalera de vecinos. “En cuanto llegan ellos… ya te puedes ir”. “La sensación es que me están echando de mi territorio, que está perdiendo su esencia, su cultura”, apuntala la hija. Propone que Alcarràs sea como Andorra. “Quien no tenga un contrato de trabajo, a la calle”. Da igual que haya trabajado, cotizado, y tenga derecho al paro o a la sanidad pública.
La opinión de Loren y sus padres no es única. La comparten muchos alcarrasinos. Mayores y no tanto. “Hay mucha gente que viene a trabajar a la fruta, trae los hijos al cole y esto hace retrasar muchísimo el nivel de los niños de aquí. Tienen más dificultades por el idioma y molestan a los demás». Quien pronuncia estas palabras es Tania Santacatalina, 20 años y alumna de educación infantil. Se encuentran en la calle con niños de 5, 6 y 7 años. Es monitora de un casal de verano.
«En el casal, los niños que no son del país son más conflictivos. Les cuesta todo mucho: lloran o incluso te pegan. Y los niños del país no tienen la culpa», sigue. Cree que el catalán se está perdiendo por su culpa. Clàudia, de 16 años, dejó el instituto público de Alcarràs hace un par de cursos. “En mi clase había 10 inmigrantes. Cuando venía uno nuevo la ‘profe’ pasaba de nosotros porque tenía que ayudarle. Siempre había peleas y conflictos, y la media es más baja. Por eso mis padres me llevaron a un centro privado en Lleida”, explica.
En el campo de fruta
Estas jóvenes dicen que les gustaría trabajar en la fruta, pero no pueden porque los payeses prefieren a los inmigrantes, que lo hacen más barato. “Si quieres trabajo, hay trabajo. ¿Sabes qué pasa? Que los de aquí duran dos días, no pueden aguantar este calor, prefieren la sombra. ¿Cómo van aguantar a temperaturas de 40ºC?”, exclama Abdorrahim Eddarif en medio de un campo de nectarinas pegado al Segre. Lleva una gorra y un trapo debajo que le protege del sol. La camisa es de manga larga. El pantalón también es largo. El sudor le resbala por cada poro de la piel.
Este marroquí afincado en Aitona, pueblo vecino, está al mando de la recolección. “El payés no viene aquí”, bromea. Una veintena de jornaleros recogen fruta sin cesar. Se suben a unas escaleras y llenan los cubos de kilos de fruta. Unas escaleras que a la una y media les sirven para descansar y comer el ‘cous cous’ que llevan en una fiambrera. “¿Ves algún español aquí? Sin esta gente… ¿quién va a recoger la fruta? Yo he trabajado duro toda mi vida: de calor, de frío… Aguantándolo todo”, sigue Eddarif.
Hace 24 años que este marroquí llegó a España y aún no ha podido traer a su familia. “He trabajado en la aceituna de Jaén, en obras… Yo he venido aquí a buscarme la vida, pero también merecemos derechos”, pide. “El problema aquí es la vivienda. La gente viene a trabajar, pero acaban vivendo en chabolas, debajo del árbol”, sigue el jornalero.
Dormir en un Renault Scenic
En una granja abandonada a las afueras de Alcarràs las palabras del marroquí cobran sentido. Un hombre llega del campo y se pone a cocinar carne en un cámping gas. Duerme en un Renault Scenic abandonado, con las ruedas pinchadas. “Estoy aquí porque el jefe me dijo que no tenía espacio para mí. Es imposible dormir, esto es un horno… Hay que tener corazón, ¿cómo puede ser que un trabajador viva así?”, se pregunta Alberto Makangu, temporero subsahariano que reside en Bilbao.
Es el caso más extremo, aunque no el único. En las afueras de Soses se aguanta con pinzas una construcción donde Abderramán, su mujer, Raja, y sus hijos, Oualid y Rim, de 14 y 7 años, comen tahina y cordero. Las paredes están ahuecadas, hay cables por todas partes y las puertas brillan por su ausencia. Pero los padres están contentos: consiguieron un techo.
Trabajan en los mataderos de Binéfar (Aragón) y no quieren que sus hijos repitan sus pasos. “La integración es muy importante, pero es que no tenemos tiempo. Nos pasamos el día trabajando”, se justifica el padre.
En el interior de la granja abandonada, tres hombres esperan a que anochezca para entrar a dormir en este antihigiénico lugar. Una realidad que las entidades sociales de la zona hace décadas que denuncian. “¿Que cómo es nuestra vida? Bien mal. Trabajamos igual que vivimos: mal”, asume Bobakar, otro temporero afincado en Alcarràs.
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