El estreno de la última película de Íciar Bollaín y las imágenes de la ovación que recibió en su presentación, la mujer superviviente de la primera condena por acoso sexual a un político en España, han vuelto a poner en el foco el caso Nevenka, haciéndonos conscientes de la soledad y el calvario que ha vivido una víctima a la que impresiona ver como superviviente.

En estos días se expresa de forma generalizada el bochorno ante la reacción del agresor, de su entorno político, del pueblo que gobernaba, de la prensa y del fiscal pionero en ser relevado de sus funciones por lo abusivo de su actuación.

Al revisar aquel proceso corremos a contextualizar aquellas reacciones y comportamientos, a explicar cómo era la España de entonces y, aunque reconocemos una y otra vez que aún queda mucho por hacer, necesitamos aclarar inmediatamente que las cosas hoy no son así.

Es inevitable estar de acuerdo en que las cosas han mejorado, pero tampoco puedo evitar que se me revuelven un poco las tripas, entre la congoja que me genera la imagen de una superviviente, que no es la mujer que habría sido sin que esta mierda la hubiera atropellado, y la rabia de saber a ciencia cierta que aún hoy, nuestro paisaje privado, público y político sigue plagado de Nevenkas, y que por desgracia, unas sobreviven y otras no, pero que sin duda, todas pierden la misma batalla que perdió ella, la batalla social. Pierdan o ganen los juicios, casi siempre se ven obligadas a cambiar su vida, y a soportar que una parte de la sociedad las ponga en duda.

Una buena compañera militante me dijo una vez, a raíz de un mal entendido en el envío y recepción de mails, que a ella con la informática le pasaba como con el patriarcado; que siempre tenía la sensación de que cualquier error era culpa suya, me hizo reír en el momento, pero no es una cuestión graciosa, es la metáfora dramática que explica cómo sólo en los crímenes machistas, especialmente en los relacionados con la violencia y el acoso en el marco de relaciones personales, es tan habitual el cuestionamiento de la víctima y el apoyo al agresor.

Nadie podría imaginarse a una víctima de otro delito escuchando que, de una u otra forma, se lo buscó. Pero en estos crímenes es la norma, especialmente en aquellos casos como el de Nevenka y tantas otras, en el que previamente al abuso existió una relación consentida. Todavía hoy es común que cuando toca en el terreno corto, en el día de a día de casos en los que se conoce a víctima y agresor, lo primero que pase por la mente de muchas de las personas a las que se recurre pidiendo apoyo y ayuda sea la misma explicación que hoy tanto escandaliza, del periodista Urdaci al caso de Ponferrada: “una trifulca sentimental”.

No digamos ya en los ámbitos políticos, donde todo conflicto se reinterpreta y gestiona en base a los intereses que las partes tengan en juego. Por desgracia en tiempos recientes ha seguido siendo habitual que, en casos similares, aunque el discurso oficial haya sido de apoyo a las víctimas, las decisiones e inacciones adoptadas por direcciones políticas hayan estado más condicionadas por los cálculos miserables de pesos y contrapesos entre facciones políticas en disputa, que por lo que de verdad debería guiarnos en todo caso de violencia y acoso: apoyo y reparación a la víctima, condena al responsable.

Estas dos excepcionalidades macabras en el tratamiento de estos crímenes, culpabilizar a las víctimas y condicionar las decisiones a cuestiones ajenas a la protección y amparo a las víctimas, implica que la mayor condena siempre recae sobre la víctima, que casi nunca puede recuperar la vida que tuvo, y casi siempre se ve obligada a huir o esconderse no sólo de quien la agredió, sino del entorno que lo permitió y en no pocas ocasiones lo justificó.

Esto es lo que menos ha cambiado desde la condena al acosador y ex alcalde Ismael Álvarez, los valores sociales que llevan a muchas personas a reconocerse, aunque sea con vergüenza, en aquella icónica vecina de Ponferrada que declaraba a un medio de comunicación en las manifestaciones de apoyo a su alcalde ya condenado; “a mi no me acosa ni dios, si yo no me dejo”.

Esos valores sociales ocultos, aprendidos sin darnos cuenta desde bien pequeñas, son los que nos llevan a nosotras a sentir culpa cuando somos agredidas y abusadas, que conducen a algunos hombres, aparentemente de bien,  a convertirse en agresores y abusadores y que, por desgracia, sigue permitiendo que los entornos donde se dan estos casos, las personas que podrían pararlos ante las primeras señales o actuar ante la denuncia para evitar la muerte real o social de las víctimas que se atreven a denunciarlos, se conviertan en silenciosos e impunes cómplices.

En la violencia machista la reacción del entorno es crucial, y por desgracia, lecciones como las de Charo Velasco, supuesta enemiga política que respaldó y acompañó a Nevenka mientras sus compañeras de partido callaron, no son las más habituales.

Es en ese entorno en el que se producen las agresiones, en el conjunto de la sociedad en el que nos toca ya poner el foco. Seguir avanzando contra las violencias machistas, hasta conquistar el ninguna más, hasta que todas estemos vivas y seamos libres, ni víctimas ni supervivientes, nos obliga a pensar qué nos queda por hacer a todos y todas, y lo primero es dejar de poner el foco en lo que han de hacer las víctimas, en lo que debieron hacer y no hicieron, y centrarnos en trabajar y hablar de qué no deben hacer ni pensar los hombres, ni las personas espectadoras o cómplices involuntarias de estas sibilinas y cotidianas atrocidades.

Todas las que somos madres de niños varones le debemos a Nevenka y a todas las demás, víctimas o supervivientes, atender con mil ojos qué mensajes reciben nuestros hijos sobre lo que pueden y no pueden hacer con sus cuerpos y con sus relaciones. Todas y todos les debemos activarnos una alarma personal que nos obligue a no tratar a la ligera ninguna muestra de abuso, a no permitir ni emitir dudas ni juicios de culpabilidad sobre las que denuncian, a no poner por delante del apoyo a cualquier víctima nuestros odios ni simpatías.

Durante décadas esta batalla la han dado en solitario las agredidas y muy pocas mujeres del movimiento feminista. Desde hace casi una década se le han sumado la mayoría de mujeres. Es hora ya de que se sume la sociedad en su conjunto para dar el paso más difícil, desterrar de nuestros pensamientos profundos los valores sociales y culturales que permiten y amparan la violencia machista.

No tengo duda de que esta tarea empieza por dejar de poner en el foco mediático, político y discursivo en las víctimas y fijarnos en los agresores, no sólo en sus actos de agresión, sino en cómo el conjunto de valores, aprendizajes y refuerzos sociales de según que comportamientos los han convertido en abusadores. Toca ponerle el foco a la omertá ante la violencia machista de la que, consciente o inconscientemente, con mayor o menor implicación, todos hemos sido parte.

Fuente