El cielo libanés arde con el rugido de los cazas israelíes. La Fuerza Aérea de Israel desata una tormenta de fuego a lo largo de todo el territorio, en una cadena de ataques que no da respiro. Pero todo comenzó con un solo golpe, preciso y devastador: el cuartel general de Hezbolá, en el corazón de Beirut, reducido a escombros. Desde entonces, el humo y la incertidumbre lo envuelven todo.
Los despachos oficiales llegan entrecortados, llenos de vacíos y preguntas sin respuestas. El gobierno libanés ha confirmado lo que pocos se atrevían a pronunciar: se ha perdido contacto con Hassan Nasrallah, el enigmático líder supremo de Hezbolá. Sin embargo, más allá de ese inquietante silencio, nadie sabe si sigue respirando en algún refugio o si yace enterrado bajo las ruinas del cuartel.
La decisión del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, fue tan arriesgada como calculada. Un ataque de semejante magnitud solo podría justificarse si tenía información incuestionable sobre la presencia de Nasrallah en el complejo bombardeado.
Y ahora, mientras el mundo observa con tensión contenida, una fuente cercana al gabinete israelí arroja una nueva pieza al tablero: el reciente viaje de Netanyahu a la ONU no fue un simple discurso político, sino un señuelo meticulosamente elaborado. Mientras el primer ministro hablaba ante la Asamblea general, Hezbolá bajaba la guardia, creyendo que ningún ataque de tal envergadura se desataría mientras él estuviera fuera del país. Un golpe maestro que, si se confirma, quedará inscrito en los anales de la inteligencia militar.
Ahora, Israel arremete con su quinta oleada de ataques contra posiciones estratégicas de Hezbolá, y un inquietante patrón empieza a hacerse evidente. En el pasado, la respuesta de Hezbolá hubiera sido instantánea. El grupo islamista tenía por costumbre devolver cada embate israelí con rapidez, ya sea a través de furibundos comunicados en los medios, el estruendo de cohetes cruzando la frontera, o incendiarias arengas en redes sociales. Pero hoy, el silencio es abrumador. Ni una sola palabra desde los bastiones de Hezbolá. Ni una sola acción que insinúe represalias. La calma es profunda y sepulcral, como si la organización que una vez aterrorizó a Israel hubiese sido súbitamente silenciada.
Ese silencio es un eco inquietante que sugiere algo más grande. Hezbolá, la otrora sombra constante sobre Israel, parece haber perdido su capacidad de respuesta. Lo que fue en otro tiempo una amenaza tangible parece estar desmoronándose ante la mirada del mundo.
Desde la última gran contienda, la guerra de 2006, Hezbolá se ha aferrado a viejas tácticas y armamentos que, aunque efectivos en su momento, han quedado obsoletos frente a un enemigo que no ha dejado de reinventarse. Israel, por su parte, ha avanzado a pasos agigantados. Su maquinaria de guerra se ha vuelto cada vez más precisa y letal, su tecnología más sofisticada, desarrollada durante años con un solo objetivo en mente: neutralizar a Hezbolá. La organización islamista, con todo el respaldo de Irán, ha pasado de ser un gigante temido a una sombra que se desvanece bajo la luz inclemente de la superioridad israelí.
El tablero de Oriente Medio se mueve, y puede que estemos ante el amanecer de un nuevo equilibrio, en el que el otrora indomable Hezbolá se desmorona, dejando un vacío que nadie sabe cómo se llenará.