Hasán Nasralá, líder de Hezbolá, ha ocupado este viernes todas las noticias, a la espera de saber si sigue con vida después de los bombardeos lanzados por Israel sobre Beirut, con el objetivo de matarle. Por el momento, las Fuerzas de Defensa de Israel no han confirmado haber acabado con él. En una comparecencia esta noche, el portavoz del ejército ha afirmado que el ataque fue «preciso» y ha advertido a la población del sur de Beirut que se aleje de algunos edificios que, según la inteligencia israelí, albergan armas de Hezbolá. Pero, ¿quién es Nasralá y por qué Israel se arriesga a una guerra total para eliminarle?

Nadie es profeta en su tierra. Y en el barrio natal de Hasán Nasralá no se siente una especial devoción por el líder de Hezbolá. Bourj Hammoud, al este de Beirut, es hoy hogar de una mayoría armenia que convive con libaneses cristianos, refugiados sirios y trabajadores de África y el sur de Asia. Pero allí nació hace 64 años el hombre que, en nombre del islam chií, puso fin a la ocupación israelí del Líbano en dos ocasiones y ahora usa la línea de armisticio como frente de guerra en solidaridad con Palestina.

Nasralá creció siendo minoría en Bourj Hammoud. Este pequeño distrito de Beirut, en la otra punta del Dahie donde hoy reside el feudo de Hezbolá, guarda un secreto. En sus calles, se rumorea que fue una mujer armenia la que le dio de mamar de niño. “Es lo que dicen los viejos de la zona”, cuenta a EL ESPAÑOL Krikor, un vecino de la misma edad que el líder de Hezbolá. “Pero eso antes no importaba. En aquella época no nos preguntábamos si uno era de esta religión o de la otra”, recuerda.

La época a la que se refiere Krikor terminó bruscamente en 1975 con el estallido de la guerra civil que sacudió el Líbano durante quince años. La familia de Nasralá, como otras de la pequeña comunidad chií del barrio, decidió buscar resguardo en el pueblo. En plena adolescencia, Hasán cambió su colegio en Sin el-Fil —un barrio predominantemente cristiano— por Bazuriye, una pequeña ciudad del sur de mayoría chií y golpeada en varias ocasiones durante la escalada entre Israel y Hezbolá del último año.

Aunque su familia no era especialmente religiosa, el joven pronto desarrolló en el pueblo de sus padres su interés por la teología. Ni un año había pasado desde su traslado de Beirut cuando se afilió a Amal —‘Esperanza’—, el ‘movimiento de los desposeídos’ que se convertiría en la principal milicia chií en el transcurso de la nueva guerra. Con 15 años era ya portavoz del partido en el pueblo, y al terminar la secundaria ingresó en el seminario clerical de Baalbek, la capital del valle de la Becá.

De esa región empobrecida en la frontera con Siria, Nasralá pasó al seminario del ayatolá al-Sadr en Irak. Allí permaneció hasta 1978, cuando el gobierno de Sadam Huseín desmanteló la escuela de ulemas Dawá en la que el estudiante se estaba iniciando. En 1979, volvió al Líbano y reanudó su militancia en Amal. Con tanto éxito que, a los pocos meses de su repatriación, se convirtió en miembro de la junta política del partido y en delegado del movimiento para la región de la Becá. Durante el cambio de década, afianzó su amistad con Abbás al-Musawi, estudiante también de al-Sadr en Irak.

En 1982, la invasión israelí del Líbano empujó a al-Musawi a fundar un nuevo movimiento: el Partido de Dios, o Hezbolá. En aquella etapa de la guerra civil, gran parte de los libaneses chiíes —especialmente los que vivían en el sur del país— creían necesario un grupo más militante y radical que Amal para responder a la amenaza específica que suponía Israel. Además, a diferencia del partido ya existente, el nuevo movimiento contaba con todos los apoyos de un Irán en el que acababa de triunfar la revolución islámica y deseoso de estrenar política exterior.

Igual que la invasión israelí supuso un cambio de mentalidad en su generación, Nasralá pronto abandonó Amal y se afilió al nuevo proyecto político-militar. Hezbolá declaraba en su Carta Abierta —su manifiesto fundacional— de 1985 que los pilares del movimiento eran dos. Primero, la lucha armada contra la ocupación del enemigo en la Palestina ocupada. Segundo, la lealtad al líder espiritual iraní, el ayatolá Jomeini, como faqih —hermeneuta— o máxima autoridad religiosa.

La implicación de Nasralá en los primeros años de Hezbolá fue desde el extranjero. El clérigo pasó temporadas largas en Irán afianzando las relaciones del partido libanés con la república islámica. Pero pronto asumió las riendas del movimiento: en 1991, Israel asesinó a al-Musawi y Nasralá regresó a Beirut para convertirse en secretario general de Hezbolá.

El hombre-partido

Desde la muerte de al-Musawi en 1992 hasta la fecha, Nasralá ha sido el único líder de Hezbolá. Con 32 años, el clérigo heredó la dirigencia de un movimiento joven que trataba de arrebatar a Israel el control de una franja del sur del Líbano equivalente al 10% del territorio. En la década siguiente, consiguió dos logros que legitimaron el papel de Hezbolá como actor político y militar en el Líbano. Primero, expulsó a las tropas israelíes del sur en el 2000, tras 18 años de ocupación. Segundo, en 2004 llegó a un difícil acuerdo con Israel para el intercambio de prisioneros libaneses y palestinos, así como restos de combatientes de Hezbolá fallecidos —entre ellos, los de su hijo Hadi, asesinado en 1997—.

Los éxitos del Partido de Dios el primer lustro de este siglo granjearon a Nasralá la admiración y el reconocimiento no solo de los musulmanes chiíes, sino de gran parte de la población libanesa y de muchos árabes de la región. El primer revés de su liderazgo quizá llegara en 2005, cuando Rafic Hariri, un primer ministro sunní crítico con el gobierno en Siria, fue asesinado. Hezbolá era ya un gran aliado de Bashar al-Ásad, y muchos libaneses sospecharon que la muerte de su primer ministro podría haber sido obra de los hombres de Nasralá. En aquel momento, el líder de Hezbolá rechazó cualquier implicación, y tachó las acusaciones de un intento político de EEUU e Israel de difamar a su partido.

Pero esta crisis fue un trampolín eficaz hacia un nuevo papel. Tras la muerte de Hariri, se confirmó que el Estado libanés estaba gravemente herido. Ante la ausencia de una seguridad social libanesa, de escuelas públicas o de hospitales estatales, el Hezbolá de Nasralá intensificó los programas de ayuda a miembros de la comunidad chií que ya había puesto en marcha años atrás.

Al resto de la población libanesa se la ganó tras la guerra de 2006 con Israel. En julio de ese año, Hezbolá secuestró a dos militares del Ejército enemigo. Israel respondió con una campaña militar contra el sur del Líbano. En un mes, las Fuerzas de Defensa del gobierno de Ehud Olmert mataron a más de 1.200 libaneses, causaron un millón de desplazados y dejaron regiones enteras destrozadas. Pero, tras 34 días de operación, llegó la gran hazaña de Nasralá: Israel se retiró.

El mundo árabe entero celebró a Hezbolá por un momento. La proeza de expulsar a Israel era el mejor combustible para la popularidad del Partido de Dios en una sociedad desmoralizada desde la guerra de 1967. Además, Nasralá insistió en que esa victoria había sido el logro de toda una nación: “Esta no es la victoria de un partido, de una secta, ni de una categoría. Esta es la victoria del verdadero Líbano, del pueblo y de toda la gente leal de este país”.

Tras la euforia colectiva, Nasralá sintió que su partido necesitaba más que poder militar, y merecía tener una voz permanente en el Gobierno libanés. Tras negociaciones, enfrentamientos y desencuentros con el gobierno de Fuad Siniora, el primer ministro y el Partido de Dios llegaron a un acuerdo en Qatar: Hezbolá pasaría a tener poder de veto en todas las decisiones del gabinete de ministros libanés.

Pero, si en los 2000 los de Nasralá se consolidaron como fuerza política y militar legítima a ojos de libaneses y árabes de todo signo político y religión, el rol que jugó Hezbolá en la guerra en Siria manchó la imagen pública del movimiento. La colaboración con el gobierno de Bachar al-Ásad costó a Nasralá la aversión de rebeldes y simpatizantes en un momento en el que las llamadas ‘primaveras árabes’ se extendían de Túnez a Yemen. En Líbano también, la llegada de un millón y medio de refugiados sirios volvió a un sector de la población en contra del Partido de Dios.

En los últimos años, el peso de Hezbolá en Líbano ha ahuyentado inversiones de países del Golfo enemigos de Irán. La crisis económica, las revueltas populares de 2019, la explosión del puerto de Beirut en 2020 y la incapacidad del Parlamento libanés de nombrar un presidente han convertido el Líbano en un Estado fallido. Y, ante ese vacío de poder institucional, Hezbolá solo sigue creciendo como uno de los miembros más importantes del ‘Eje de la Resistencia’ que capitanea Teherán y que tiene por objetivo luchar contra el sionismo y el imperialismo occidental en Oriente Medio.

Tras los ataques de Hamás a Israel el pasado 7 de octubre, Nasralá felicitó al grupo armado en Gaza. Un día más tarde, sus hombres empezaron a atacar Israel desde la frontera norte. En nombre del islam, pero también del Líbano, del antiimperialismo y de Palestina, Nasralá se ha mostrado dispuesto a desafiar a Israel y a dedicar todos los esfuerzos de sus 100.000 combatientes a atacar el otro lado de la frontera. Hoy, al borde de la guerra, el líder de Hezbolá se alza como un hombre de grandes logros. El primero, expulsar a Israel dos veces del Líbano. Segundo, atribuir los méritos a su partido, pero hacerlo en nombre de un país entero. Con esto, Nasralá ha conseguido que los libaneses —adeptos o no— piensen, cada vez más, que Hezbolá es la única fuerza en Líbano capaz de combatir a Israel.

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