Durante los últimos 30 años, Israel ha caminado por la cuerda floja de la diplomacia y la contención. Ha firmado acuerdos con quienes le juraban odio eterno, ha cedido territorios, ha aceptado treguas que se desvanecían como humo, y se ha limitado a respuestas militares mínimas tras innumerables provocaciones. Y, sin embargo, esa estrategia ha probado ser un fracaso rotundo: sus vecinos han mantenido una campaña de violencia constante, un pulso interminable de sangre y fuego contra los ciudadanos israelíes.
La tragedia más atroz, el quiebre definitivo, llegó el 7 de octubre, con la masacre perpetrada por Hamás. Ese día se desató una guerra que sacudió las fronteras y las certezas: un conflicto que abrió dos frentes, con Hamás atacando desde el sur y Hezbolá desafiando desde el norte. En un año negro, más de mil israelíes han caído asesinados, y más de cien mil han sido expulsados de sus hogares, dejando un vacío que se traga más del 10% del territorio israelí, una grieta profunda en la soberanía de la nación.
Ahora, el gobierno de Israel y la inmensa mayoría de su población coinciden en un punto: es necesaria una nueva estrategia. Una que garantice, de una vez y para siempre, la supervivencia de Israel y la seguridad de su pueblo en las próximas décadas. Porque ya no basta con victorias tácticas; no es suficiente un ataque con bíperes y walkie-talkies que, si bien brillante en su ejecución, no cambia el tablero. La verdadera victoria, la única que realmente importa, implica algo mucho más trascendental: la eliminación de Hamás como una fuerza capaz de ejercer poder en Gaza y la neutralización definitiva de Hezbolá en el Líbano.
Sin embargo, esta determinación de Israel se enfrenta a un obstáculo inesperado: la administración Biden-Harris. Pese a los repetidos pronunciamientos de apoyo al “derecho de Israel a defenderse”, sus palabras resuenan como un eco vacío, carente de peso real. Ni Joe Biden ni Kamala Harris han dado el paso de respaldar públicamente la desaparición de Hamás o una respuesta contundente frente a Hezbolá. La posición de la vicepresidenta estadounidense es clara: en cada mención a la guerra de Gaza, se alza con un llamado al alto el fuego, un canto que choca frontalmente con los objetivos principales de Israel, erosionando así su derecho a defender sus intereses existenciales.
El motivo tras este apoyo condicional del equipo Biden-Harris tiene raíces profundas: una creencia casi dogmática en la posibilidad de reformar y alcanzar la paz con Irán, el gran titiritero detrás de la yihad global y el benefactor de fuerzas islamistas como Hamás, Hezbolá y los hutíes de Yemen. Pero esta creencia no es nueva; la Casa Blanca la mantiene incluso frente a la evidencia de su fracaso continuo, desde el primer día de su administración. Bajo su mirada permisiva, la riqueza de Irán ha crecido, y su avance hacia el umbral de la producción de armas nucleares se ha vuelto una amenaza más tangible que nunca.
Mientras tanto, Irán ha usado sus recursos para financiar una guerra masiva contra Israel, desatada por Hamás y Hezbolá, y para orquestar el bloqueo del mar Rojo por parte de los hutíes, estrangulando el transporte marítimo mundial. Y frente a este despliegue de agresión terrorista, la respuesta estadounidense ha sido tibia, limitada a acciones defensivas sin convicción y a esfuerzos inútiles por apaciguar a los agresores.
La verdadera tragedia de esta situación radica en su ironía brutal: la estrategia de Israel, esa lucha directa, vigorosa y efectiva, no solo defiende sus propios intereses, sino que se alinea perfectamente con los de Estados Unidos. Una estrategia que busca contener la expansión del terrorismo y detener la hegemonía iraní en Oriente Medio. Pero, por alguna razón insondable, Estados Unidos es incapaz de ver que el éxito de Israel también es su propio éxito. Y mientras esa ceguera persista, la guerra seguirá ardiendo, con una llama que no reconoce fronteras ni aliados.
La administración estadounidense se aferra a una creencia peligrosa: que aquellos fanáticamente comprometidos con la conquista islámica pueden ser desarmados con recompensas económicas, concesiones territoriales mínimas o el anhelo de reconocimiento internacional. Pero esta perspectiva falla en un punto crucial. La única solución para Israel —y por extensión, para Estados Unidos— es la victoria, pura y simple, sobre los terroristas. Esto comienza con la derrota total de Hamás y Hezbolá, y para Israel, la esperanza es hacerlo con el respaldo absoluto de su principal aliado.
La mayoría de los israelíes ya no cree en concesiones ni en tibias treguas. Claman por una nueva estrategia, una de fuerza innegociable. De hecho, una encuesta reciente realizada por JNS muestra que casi tres cuartas partes de la población rechaza las demandas de alto el fuego por parte de Hamás. Además, un 61% coincide con la idea de que solo la presión militar sobre el líder de Hamás, Yahya Sinwar, junto con operaciones planificadas, incluyendo rescates de rehenes, puede forzar la liberación de los cautivos.
El sentir no se limita a Gaza. La sombra de Hezbolá en el norte inquieta a muchos israelíes que demandan una postura más dura. Según el Instituto de Democracia de Israel, alrededor de dos tercios de la población pide una respuesta más agresiva frente a los ataques de la organización respaldada por Irán, y el 42% va aún más allá: exigen que las Fuerzas de Defensa de Israel lancen una ofensiva dentro del Líbano, golpeando sus infraestructuras clave. Y la relación con Estados Unidos no debería ser un impedimento para actuar: el 52% de los encuestados por JNS cree que si Estados Unidos solicita a Israel que evite atacar a Hezbolá o Irán, Israel debería desafiar esas órdenes y seguir sus propios intereses estratégicos.
Tristemente, el presidente Joe Biden y su administración parecen determinados a evitar que Israel logre esa victoria definitiva. Aunque inicialmente se mostró dispuesto a respaldar la “eliminación” de Hamás, no pasó mucho tiempo antes de que la Casa Blanca presionara para que Israel aceptara un alto el fuego, un gesto que dejaría a Hamás en control de Gaza, permitiéndoles rearmarse y preparando el terreno para futuros ataques tan terribles como el del 7 de octubre. Todo ello bajo la premisa de “desescalar la guerra”.
La ironía de esta postura es abrumadora, pues la guerra con Hezbolá, que avivó las llamas de la guerra con Israel en octubre pasado, sigue intensificándose con ataques diarios sobre territorio israelí. Tal vez la administración estadounidense debería intentar presionar a Hezbolá, cuyo gobierno libanés recibe la generosa cifra de 500 millones de dólares anuales en ayuda estadounidense.
Pero la raíz del problema yace en una ingenuidad peligrosa: el equipo Biden-Harris cree que la paz con Irán y sus aliados es posible. Esta esperanza llevó a que, tan pronto asumió la presidencia, Biden buscara reinstaurar el desacreditado acuerdo nuclear con Irán, aquel que les concedió una vía libre para desarrollar armas nucleares. Las consecuencias de esta política equivocada se sienten no solo en Israel, sino también en cada rincón donde el terrorismo financiado por Irán siembra caos y dolor.
La política de la administración Biden hacia Irán ha sido una hemorragia de concesiones financieras. En 2023, otorgaron a Teherán un alivio de sanciones por valor de 6.000 millones de dólares a cambio de liberar a cinco rehenes estadounidenses, y, apenas a principios de año, otros 10.000 millones de dólares más. Pero lejos de fomentar cooperación o estabilidad, Irán ha redirigido estos fondos para fortalecer a sus aliados terroristas y acelerar su programa nuclear. Cada dólar entregado a la república islámica ha sido un paso más hacia el fortalecimiento de la maquinaria del terror en Oriente Medio.
Y el impacto de esta estrategia es brutalmente evidente. Hezbolá sigue lanzando misiles desde el Líbano; los hutíes en Yemen, a quienes Biden eliminó de la lista de organizaciones terroristas, ahora atacan el transporte marítimo internacional como piratas modernos. E incluso Hamás, gracias a la constante moderación exigida por Estados Unidos hacia Israel, mantiene viva la esperanza de sobrevivir, rearmarse y, tarde o temprano, volver a asesinar.
Irán, el titiritero en esta obra de destrucción, ha conseguido suficiente material para fabricar cinco bombas nucleares… en cuestión de una semana. Esta alarmante realidad no parece inquietar a quienes buscan apaciguar a los ayatolás; y mientras Estados Unidos intenta sosegar a un régimen que desborda ambiciones hegemónicas, la amenaza nuclear se vuelve más inminente con cada día que pasa.
La paz en Oriente Próximo nunca llegará por medio de la conciliación ni por propuestas de cese al fuego que solo dan a los terroristas tiempo y espacio para respirar, rearmarse y atacar de nuevo. La paz solo será una realidad cuando los enemigos de Israel —y de Estados Unidos— sean derrotados de manera decisiva. Y para ello, el camino es claro: no más negociaciones sobre ceses del fuego que solo benefician a quienes empuñan cohetes y fusiles, no más limitaciones a las armas que Israel necesita para defenderse, no más obstrucciones a sus esfuerzos por eliminar a aquellos que han jurado destruirlo.
Apaciguar a los terroristas y a sus patrocinadores no trae paz; trae más muerte, más violencia, más terror. La historia ha demostrado una y otra vez que estos regímenes entienden un solo lenguaje: el de la fuerza. Solo mediante una acción militar contundente y la derrota total de sus enemigos, Israel podrá asegurar su supervivencia y la estabilidad regional. Y esto solo será posible con el apoyo decidido, firme y sin ambigüedades de Estados Unidos. Sin concesiones, sin medias tintas, sin parpadear ante la oscuridad que amenaza con devorar Oriente Medio.