La mayoría de las personas hemos pasado por el colegio y, después, el instituto siguiendo el plan de estudios marcado. Si hay algo que se repite generación tras generación es la pillería de aquellos alumnos que no han estudiado para un examen y deciden copiar de sus compañeros o usar chuletas para engañar al profesor y no meterse en un problema en casa. En este momento, ya completamente metidos en la rutina de volver a clases, es momento de recordar todas las hazañas que unos han hecho y otros harán para poder salir del paso.
Copiar es algo habitual en las aulas de todo el mundo, una práctica que es criticada –con razón– por muchos. Pero poco nos paramos a reflexionar sobre el propio arte que es tener la capacidad de copiar ya que exige una mente fría y, muchas veces, imaginación para conseguir que no te pillen.
Javier (56 años) recuerda cómo eran aquellos tiempos en los que estudiaba y cómo sus compañeros trabajaban duro para perfeccionar sus estrategias de engaño: “La más difícil era grabar en el plástico de los bolígrafos el temario, lo hacían con una punta de compás”, explica. Ese método exigía no solo precisión, sino también paciencia y buena vista: “No te dabas cuenta, ya que los bolis son transparentes y no es tan extraño ver que tienen algunas líneas o roturas. No dejan de ser de plástico”.
“Las chuletas de toda la vida también estaban, se escondían donde se podía y ya”, rememora. “Podías meterlas en el estuche, pegarlas a la pared… Dependiendo de cómo te sentaras el abanico de posibilidades iba cambiando”. Pero María (55 años), de la misma generación, tiene bastante claro cuáles eran los métodos que usaban las personas que la rodeaban: “Cogías cinta adhesiva o celo y te las pegabas por la parte interior de la falda, así te sentabas y cuando la subías un poco podías ir leyendo para copiar”.
Este método era más eficaz, ya que en el momento en el que cualquier profesor empezaba a sospechar se veía en una encrucijada: “Te ponías de pie y no caía ningún papel, porque estaba pegado por la parte de dentro. En caso de que sospechara algo más, sería un escándalo que se atreviera a levantarle la falda a una alumna en medio de clase”.
Cuando el teléfono no era nada
Luis (35 años) recuerda cómo empezaron a aparecer los teléfonos móviles cuando él ya iba al instituto, pero en aquel momento “no eran como ahora”, por lo que su utilidad no era la misma. En cambio, sí que recuerda las obras de “microingeniería” que hacían en pequeños trozos de papel para esconder en el estuche o debajo del reloj.
“Eran chuletas de toda la vida, solo exigían la habilidad de desdoblarlas sin que nadie lo notara”, explica. “Otro método bastante popular era apuntarse cosas por el cuerpo, aunque yo nunca fui muy fanático, la gente se escribía fórmulas en los brazos, entre los dedos, en los muslos… El problema es que si sudas que al final todo ese trabajo se va al traste”.
Cuando empezaron a aparecer las calculadoras científicas, se abrió un nuevo mundo de posibilidades. “Algunos de mis compañeros programaban fórmulas o guardaban respuestas en la memoria. No era algo que todos supiéramos hacer”.
La llegada del smartphone
Los primeros miembros de la generación Z llegaron al colegio cuando los móviles empezaban a ser algo cada vez más habitual. Ana (22 años) asegura que cuando ella y sus compañeros empezaron a tener esa “necesidad” de engañar para sacar adelante algunas pruebas “ya estaban completamente metidos en la tecnología”.
Esas chuletas que para Luis eran una obra de “microingeniería”, para Ana eran escribir en un ordenador un par de frases y darle a imprimir usando un cuerpo de letra de 5 o 6. La impresora les dio mucho juego: “Supongo que es algo que se sigue haciendo ahora, pero he visto muy buenas réplicas de etiquetas de típex en las que no ponía los compuestos, sino notas para el examen”.
Pero lo que realmente marcó la diferencia fue el uso del teléfono móvil. “A pesar de que en muchas aulas se prohibían, siempre había maneras de usarlos”, señala recordando el cartel de prohibido que había sobre la puerta de una de sus clases en las que se indicaba que no podían entrar con teléfonos.
“Aún recuerdo a aquellos que ponían los apuntes de fondo de pantalla para mirarlos fingiendo que solo estaban mirando la hora”, asegura. Después empezaron a aparecer los relojes inteligentes, desde los que se podían leer los apuntes y acceder a internet sin mayor complicación: “No tardaron mucho en prohibirlos”. Y, más adelante, apareció la sombra de los pinganillos que algunos colaban teniendo a una persona recitando las respuestas al otro lado o “una lista de reproducción” preparada.
Una nueva dimensión
Alicia (16 años) nació prácticamente con el teléfono en la mano, pero asegura que en su entorno el método más usado para copiar en los exámenes es “hablar”: “Esperas un momento a que el profesor se dé la vuelta o se despiste y hablas con quien esté cerca de ti”, explica restándole importancia al papel de las tecnologías.
Sin embargo, el teléfono también está presente en sus formas de engaño: “Pones lo que quieras mirar en notas o en el fondo de bloqueo, así cuando lo enciendes tienes todas las respuestas”. Lo que realmente lo cambió todo para ellos fue la entrada en el juego de la inteligencia artificial: “Muchos la usan para hacer trabajos y exámenes, solo tienes que pasar lo que te dice por un programa que hace que sea indetectable y ponga que es 100% humano”.
Igualmente, insiste en los métodos menos tecnológicos: “Es más fácil escribir los apuntes en la pizarra de clase, a la vista de todos. Los profesores muchas veces no se fijan en la pizarra por el hecho de que no está escondida”. También comenta cómo algunos métodos se han ido mejorando con el paso del tiempo: “Ahora para hacer etiquetas de cosas como el típex o la botella de agua ya hay plantillas en las que escribes directamente, no es tan difícil como antes”.