Una pareja joven. / Shutterstock

Observo con sorpresa la escasez de manifestaciones públicas que agradezcan la existencia del sexo. No hay apenas loas al polvo de los domingos por la mañana, antes de que se despierten los niños, ni al de los adúlteros o adúlteras, practicado en pisos prestados o en hoteles, ni al polvo rutinario, aunque estimulante, de los matrimonios cansados de sí mismos, ni al de media tarde, en la cocina o en el recibidor, aquí te pillo y aquí te mato. Tampoco leo demasiadas manifestaciones de gratitud a las poluciones nocturnas ni al onanismo urgente de los cuartos de baño, ni a la pansexualidad que recorre el cuerpo a veces tras el agotamiento genital. Comprendo el malestar que proporciona la sospecha de que se folla siempre para otro, no sabemos quién, pero aun así las migajas que nos deja esa práctica posee, además de su valor en sí, un valor añadido que debería ser objeto de más conversaciones. No leo editoriales sobre el sexo ni tertulias radiofónicas sobre el sexo ni telediarios sobre el sexo. Si acaso, algunas bromas no siempre de buen gusto, algunas groserías insoportables, algunas insinuaciones descorteses, toscas, rudas, brutales.

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