Es fácil empatizar con Iñaki Peña porque, al fin y al cabo, sentirse ninguneado cuando deberías estar feliz es de lo más humano. Él, condenado a ser un portero para las urgencias, nunca para la estabilidad y la bonanza, se encuentra con que, caído el tótem Ter Stegen, el Barça se apresura en cubrirse las espaldas con un veterano como Szczesny. Siendo comprensible la postura de su club ante la extrema inexperiencia y bisoñez de los que vienen detrás, quizá Iñaki Peña sólo pueda ver ahora la parte más cruda de la historia: ante la gran oportunidad de su carrera –aunque sea por desgracia ajena–, la confianza es para el que está por venir, no para el que siempre estuvo. La vida.
Por eso, pese a que era obligado atender a las peripecias de este Barça de Flick que continúa sumando victorias con disciplina marcial –tras vencer al duro Getafe ya ha enhebrado siete en este inicio de Liga, a una del récord establecido por el azotado Tata Martino–, los ojos del cronista viraban hacia Iñaki Peña, vestido de verde esperanza. Qué cosas. En el tiempo añadido vio cómo a Borja Mayoral, cuando se disponía a marcar el gol del empate, le pasó la pelota bajo la bota.
Es el alicantino un guardameta de los de antes, extremadamente supersticioso y cuidadoso. Procura cumplir con todos esos rituales que, dicen, dan paz y confianza al único futbolista de campo que vive sus alegrías y sus penas en soledad. Cuando Lewandowski marcó el 1-0 tras un grave error de quien trataba de sobrevivir al tiroteo al otro lado del océano, David Soria, Iñaki Peña apretó los puños. Miró a la grada de la puerta de Maratón, donde los hinchas se propusieron mimarlo desde el mismo amanecer. Para luego comenzar el meta su ritual:pisar el punto de penalti, acariciar el larguero previo beso a la manopla, pisar la línea de gol, y cruzar una y otra vez la frontera bajo el larguero. La que separa el éxito del fracaso. Como si él mismo tratara de asegurarse de que es fuerte para estar en ambos bandos.
Sus compañeros del Barça no tenían que reparar mucho en Iñaki Peña, que se pasó más de medio partido a 25 metros de su portería viendo que el Getafe, sin delantero de referencia alguno –tuvo que ejercer como tal el esforzado Uche, un volante puro– a duras penas pasaría del centro del campo. Poco margen de maniobra podía tener el equipo de un JoséBordalás que, además de estar sancionado, ni siquiera acudió a Montjuïc por culpa de una indisposición. Lo vio todo desde el hotel de concentración. Eso que se ahorró. Su Getafe continúa sin ganar.
Todo lo contrario que este Barça de Flick, que continúa sobreponiéndose a sus desgracias con las lesiones gracias a que, en este equipo, la personalidad y la identificación con el proyecto van por delante de los nombres. Por ello, no hay pieza que desentone. El día en que Pedri descansó de inicio –no así otros titulares fijos como Lamine Yamal, Koundé o Iñigo Martínez–, quien gobernó con tino el centro del campo fue, sí, Eric García, que agradeció de lo lindo ver el fútbol de cara. A su vera, tanto Casadó como Pablo Torre, recuperado para la causa en el duelo contra el Villarreal, se sintieron de lo más útiles.
Aunque es en el frente ofensivo donde el Barça encuentra respuestas a este portentoso inicio de curso en el campeonato liguero. Porque Lewandowski, a sus 36 años y en un curso que se presentaba peliagudo ante los síntomas de declive mostrados la temporada pasada, se ha propusto negar el paso del tiempo con el gol como indiscutible argumento. En el único tanto del encuentro, aprovechó un mal manotazo de David Soria para remachar bajo palos. Antes, Eric García había descifrado a Lamine Yamal y éste, lejos de lucirse, prefirió dar vuelo por la banda a Koundé, quien continúa a un nivel más que notable.
Si bien es cierto que el Getafe sólo había asomado al comienzo con un testarazo manso de Carles Pérez a las manos de Iñaki Peña, al Barça sólo se le pudo reprochar que, pese al candado puesto por su rival, no se mostrara esta vez más acertado ante el gol. Lewandowski marcó otra vez, pero en fuera de juego. Y Raphinha, que nunca dejó de buscar el desmarque, cruzó demasiado en un duelo al sol y vio también cómo Soria le sacaba un libre directo. Lamine también lo intentó, obligando al portero del Getafe a lucirse ante una rosca con aroma a gloria.
Aunque en una noche en la que no hubo ritmo alguno por las continuas faltas de los futbolistas del Getafe ante la nula vigilancia del árbitro González Fuertes –el estadio aplaudió con sorna la única tarjeta de los de Bordalás, ya en el minuto 70, del recién ingresado Arambarri por un pisotón a Casadó–, al Barça le sobraba con salir indemne. Con suspirar ante el error definitivo de Borja Mayoral en el crepúsculo. Y con no detenerse, ni siquiera en las noches más duras.