Siempre me ha parecido muy convincente la idea de que la ficción es uno de los dispositivos más efectivos en la difusión de imaginarios colectivos y en la creación de valores comunes en una sociedad. Y no lo digo solo yo: autores ya clásicos como Benedict Anderson, Pierre Bourdieu, Hannah Arendt, Edward Said o el propio Gramsci han destacado la importancia de la cultura popular, la literatura y los medios de comunicación de masas para la propagación de las ideas que luego se convierten en consenso entre la ciudadanía. Lo que vimos en la televisión cuando éramos pequeños, los cuentos e historias que conformaron nuestra infancia, la educación impartida por nuestros padres y nuestro entorno educativo, todo esto ha dado forma a la manera en que sentimos y pensamos.

La cosmovisión de un ser humano no proviene de una profunda reflexión sobre cada aspecto de la realidad sobre el que opina —ya sea en una conversación de bar o en la tribuna del Congreso — sino que está más relacionada con su socialización primaria, y con cómo uno se desarrolla después bajo esos presupuestos. Es obvio que algunos piensan más detenidamente sobre ciertas cuestiones, mientras que otros pueden no hacerlo sobre ninguna. Pero la premisa fundamental es que la cultura en la que crecemos moldea nuestras ideas y acciones. No se trata aquí de promover un determinismo absoluto sobre las vivencias de cada cual, al igual que no lo es la biología para definir el comportamiento humano. Sin embargo, es crucial, especialmente en el presente, dejar claras ciertas premisas que han sido suficientemente estudiadas: la cultura es esencial para crear valores compartidos.

Nos encontramos en una época en la que un narcisismo individual y colectivo empieza a imponer la idea de que elegimos cómo pensamos de manera autónoma, como si nuestras creencias fuesen fruto de un cálculo racional al estilo de la «rational choice» de la economía clásica. Esta visión, que ha demostrado ser una falacia incluso en la economía, es aún más preocupante cuando se extiende al ámbito ideológico.

Las personas somos quienes somos por lo que hemos visto, vivido y sentido. Y bajo esta premisa debemos hacernos algunas preguntas: ¿qué están viendo hoy nuestros hijos en las redes sociales o en las series de las plataformas? ¿Qué han visto, leído y vivido aquellos que ahora tienen veinte años? Estos jóvenes, que crecen en un contexto saturado de información y entretenimiento, están constantemente expuestos a un flujo cultural que, en muchas ocasiones, carece de los valores esenciales para una sociedad solidaria, justa y pacífica. Es muy fácil caer en la premisa de que antes todo estaba bien y ahora no hay referentes. Esto no es así. Sabemos que hay muchos ejemplos culturales que pueden defender hoy valores que nos parecen esenciales, pero también que hay muchos otros que luchan por extender una idea cínica, tóxica y pesimista del ser humano que no solo no es real, sino que además, y lo más importante, solo puede producir seres humanos más insolidarios y egoístas.

Aquí es donde entra la importancia de escribir, crear ficción y desarrollar nuevamente grandes y también pequeñas obras culturales que promuevan los valores clásicos de la izquierda y el progresismo: solidaridad, pacifismo, redistribución, justicia social, igualdad y derechos humanos. Estos valores, que alguna vez formaron el núcleo de muchas obras, películas y movimientos culturales, están siendo desplazados por una extrema derecha que ha sabido captar la hegemonía cultural utilizando una mezcla tóxica de desinformación, bulos y fake news. Esta narrativa, a menudo cargada de individualismo, presenta una combinación peligrosa de fascismo social y neoliberalismo extremo.

Autores como Antonio Gramsci ya hablaban de esto, advirtiendo que quienes controlan el imaginario colectivo controlan también el poder político. La derecha radical, si es que hoy en día existe alguna otra derecha, ha sabido utilizar los medios digitales y las redes sociales para difundir un discurso que, bajo la apariencia de libertad individual, promueve el odio, el miedo y la deshumanización del otro. En lugar de fomentar valores comunes de cooperación y justicia, difunden una visión del mundo donde la ley del más fuerte es la norma y la empatía desaparece del mapa.

El ejemplo más reciente, de hace tan solo un par de días, que ilustra esta preocupante deriva social viene de un tuit de “El Español”, redactado así: “Polémico momento en el aeropuerto de El Prat: un hombre ‘pilla’ a una carterista y la ata a una barandilla con música de mariachi de fondo”. El vídeo que acompaña a la desafortunada descripción del medio retrata a un “ciudadano” reteniendo a una supuesta carterista a la que había sorprendido robando. En lugar de limitarse a detenerla de manera civilizada, la ató a una barandilla con su propia sudadera, gritándole barbaridades mientras la gente alrededor grababa la escena y aplaudía. Este comportamiento, alentado por un contexto mediático que celebra la humillación y la venganza, refleja cómo una parte de la sociedad ha adoptado un código moral basado en la violencia simbólica y la crueldad. Este tipo de reacción ante la criminalidad, aunque pueda parecer una manifestación de justicia, está lejos de lo que debe ser el comportamiento de una ciudadanía decente ante un delito de guante blanco. Lo que hemos perdido de vista aquí es la capacidad de empatizar, de entender que incluso quienes cometen errores merecen un trato digno.

Frente a esta situación no se trata de tener la enésima discusión sobre Hobbes o Rousseau, en intentar dilucidar de forma teórica si el ser humano es un lobo para el hombre, o si nacemos con una predisposición innata para el bien común. Porque eso es lo que quieren aquellos que gobiernan en la sombra sin que les vote nadie, los que nos venden armas y alarmas para defendernos del resto, y los que se alimentan de que nos sintamos solos. Quieren que sigamos discutiendo eternamente mientras ellos construyen un mundo a su imagen y semejanza. Un mundo donde la hiperconexión cada vez nos ha aislado más del resto, y en donde lo que debemos tratar es de construir un imaginario diferente al actual, y no solo defenderlo ontológicamente.

El progresismo debe recuperar la capacidad de influir en el imaginario colectivo, no desde la imposición moral —aunque mi convencimiento es que está de nuestra parte— sino desde la creación de historias y narrativas que vuelvan a situar la solidaridad y la justicia en el centro. Eduardo Galeano, en Las venas abiertas de América Latina, hablaba de la importancia de contar historias que visibilicen las luchas de los pueblos oprimidos. Hoy, más que nunca, necesitamos ficciones que pongan de relieve los valores que nos unen como seres humanos y que muestren las consecuencias del egoísmo desenfrenado y del odio.

La cultura de masas tiene un poder inmenso, y es necesario que quienes creen en los valores progresistas vuelvan a ocupar ese espacio. Obras que promuevan la justicia social, el respeto por los derechos humanos y la igualdad deben estar presentes en las pantallas, en los libros y en las redes sociales. Debemos ser conscientes de que la batalla por el futuro no se libra solo en las urnas o en las instituciones políticas, sino ahora más que nunca también en el terreno de la cultura. Aunque aún conservemos un gobierno de coalición progresista, vivimos nuestras horas más bajas, y todo hace pensar que revalidarlo dentro de tres años con esta deriva nos va a costar bastante. Seamos más listos y volvamos a los cuarteles de invierno antes de que nos echen en las urnas. Armémonos ideológicamente con tiempo suficiente y con la razón de nuestra parte de nuevo. Antes de que los que hoy jalean tratos denigrantes para un inquilino al que echan de su casa, o que piensan que hay que cerrar las fronteras, lleguen al gobierno de la nación, y haya quien se haga el sorprendido.

Es hora de volver a escribir, de crear, de producir contenidos que ofrezcan una alternativa real al odio y la desinformación. El arte, la literatura y la ficción tienen el potencial de transformar las cosas, y es responsabilidad de quienes creen en la igualdad y la justicia usar esas herramientas para construir un futuro más justo y humano. Porque la batalla final entre Hobbes y Rousseau no se va a dar en el campo de la filosofía, sino en el político, atreviéndonos a seguir soñando en construir un mundo mejor.

Pablo Gabandé Tapia.

Politólogo y fotoperiodista

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