Hay algo en la iglesia que recuerda a la primera temporada de ‘True Detective’. Serán los coloridos y siniestros grafitis, la cruz de cinco puntas dibujada en el suelo, las paredes desconchadas o los desperdicios de todo tipo desperdigados por aquí y por allá. Serán esas enigmáticas cintas de colores en el ábside de la nave principal, la pila bautismal tirada en el suelo, el manual de oposiciones para técnico de Hacienda que yace medio quemado en la puerta o la leyenda escrita en el altar mayor: “Fue un día cualquiera su padre”.
Será por alguna de estas cosas o por todas su en conjunto que a uno le da un poco de yuyu al entrar al templo, cuyo campanario preside todo este poblado de diseño cartesiano, propio del franquismo, que el siglo pasado estuvo lleno de vida, bullicio y jolgorio. Hoy sus casas están a medio caer, con enredaderas colándose a través de las ventanas y grafitis repartidos por todos los muros.
Bienvenidos a El Alamín, el último pueblo fantasma de Madrid, pegado a Villa del Prado y enclavado justo en la frontera con Castilla La Mancha. “Mira, esas encinas que ves allí”, cuenta Piqui, recostado sobre su furgoneta, mientras señala a un encinar a unos 500 metros, “son ya Toledo”. Piqui vive pegado a El Alamín. Se lo sabe todo sobre el pueblo. En su iglesia bautizó de hecho a seis de sus hijos. “Mi padre fue el que le vendió los terrenos al conde de Ruiseñada, Juan Claudio Güel”, suelta como si nada.
Venta de los terrenos al conde de Ruiseñada
Fue en el año 55 cuando el padre de ‘Piqui’ llegó a un acuerdo con el conde para este construyera allí un pueblo para los trabajadores de su finca -muy pronto lo heredaría su hijo, Juan Alfonso Güel, el marqués de Comillas-, donde se plantaba de todo: tomates, tabaco, patatas… “Había tres escuelas, una de parvulario, otra de chicos y otra de chicos, una iglesia, un convento, un bar y un economato, todo a precio coste. Se estaba muy bien. La gente tenía su corral con sus gallinas”.
Un total de 52 casas, la mayoría de ellas de dos plantas con un patio exterior, conformaban un poblado que en la época fue una revolución en la zona, el no va más. “Es que tenían agua, luz, y un baño en cada casa, eso en aquella época no lo había pòr aquí. Mi padre le vendió los terrenos al conde porque le prometió que le llevaría la luz hasta su casa”, revela Piqui, que ha venido justo este viernes a la entrada de El Alamín porque tiene a varias jornaleras vendimiando las cepas de su finca, donde planta uva de tempranillo. “La uva va para la cooperativa, pero no me dan nada”, lamenta el agricultor, ya jubilado y que en los invernaderos que rodean El Alamín planta pepinos y acelgas.
«Pena» por el destrozo
Cada vez van quedando menos testigos vivos de aquella etapa de esplendor del pueblo. Carmen Cuéllar es una de ellos. La última en abandonar El Alamín en los años 90 al enfermar su marido, que era el guardia jurado. “Tengo recuerdos muy bonitos, si es que pasé allí toda mi vida hasta los 51 años”, cuenta a El Periódico de España la mujer, ya jubilada y a la que da “mucha pena” que el pueblo esté como está porque “ha sido toda mi vida, mis padres, mis hijos nacieron allí”. “Es que lo han destrozado”, lamenta.
“Mi hijo ha bajado alguna vez con sus niños para que vieran donde vivíamos”, asegura Carmen, que recuerda cómo el pueblo era totalmente autosuficiente, porque “había de todo…electricistas, albañiles, tractoristas, aunque venía mucha gente de los pueblos de alrededor a trabajar. Llegó a haber 100 medieros, que son los que rentaban la tierra y le daban la mitad de lo ganado al dueño de las tierras y el resto para ellos”.
El Rey emérito o Franco, entre los visitantes
Carmen recuerda que venía mucha “gente importante” a visistar al marqués, que vivía en un castillo cercano, el castillo de El Alamín, que está ubicado en unos terrenos que pertenecen ya a Toledo, concretamente a Santa Cruz de Retamar. “Estuvo Franco o el Rey emérito. El marqués se codeaba con gente de altura”. Pero lo que más resalta es que eran todos como una gran familia. “Nos conocíamos todos, dependíamos todos del mismo señor. Siempre había vida en el pueblo, de día o de noche”. Algo que ahora, lamentan muchos, también se repite.
“Pues fíjate”, nos suelta Piqui, “habéis tenido mala suerte porque hace un rato me he asomado porque había varios grupos de personas dentro del poblado. La verdad es que lo han roto todo ya; los primeros, los gitanos, que se llevaron todo lo que pudieron de la chatarra cuando se fue el guarda que había, hace unos 15 años. Se han hecho muchos destrozos”.
La gran diáspora se produjo años antes, cuando los jornaleros se iban jubilando, y ya nadie volvía a reemplazarles. Muchos se fueron a vivir a los cercanos Villa del Prado o Aldea del Fresno o a la propia capitañ. El silencio se fue apoderando de las calles poco a poco, sumiendo al poblado en un letargo que ahora, en verano, es precisamente justo lo contrario. “Buah”, dice Piqui, “en verano las que se montan por la noche aquí, de gente joven. Menudo ruido, lo escucho desde mi casa. No veas la de gente que viene a curiosear también”.
Rodajes de televisión o espiritismo
Raves, botellones, partidas de paintball, rodajes de películas -recientemente grabaron escenas para una serie de Antena 3-, sesiones de espiritismo… El Alamín se ha convertido en un centro de peregrinación tanto para los urbex -exploradores de edificios abandonados- como para los amantes de los paranormal, ya que hay quien dice que “hay espíritus” [Youtube está lleno de vídeos hablando de fenómenos paranormales sucedidos aquí]. “Se dicen muchas tonterías, a veces tienes que escuchar unas cosas…”, barrunta Piqui sobre una finca a la que durante muchos años no se podía entrar, porque la sociedad propietaria, la vallaba. “Les hab debido cambiar la puerta ya como seis veces porque se la rompían”.
Desde hace dos años el paso es libre. La entrada está despejada. “Bueno, durante un tiempo alguien puso un ataúd en la entrada, no sé por qué”, revela Sergio, técnico de servicio de Emergencias de un pueblo cercano, al que nos encontramos dentro con un quad haciendo una prospección por si se pudiera repetir el curso que ya hicieron hace algunos años.
“Será complicado, es un sitio que no es seguro y cada vez está peor. La gente hace fuegos, hay tejados que se están desmoronando”, lamenta Sergio, que afirma que es “una pena” porque ha habido personas que han tratado de explotarlo comercialmente, como usar las construcciones para dar formación práctica a las fuerzas y cuerpos de Seguridad del Estado, pero al final la falta de permisos -los concede el Ayuntamiento de Villa de Prado- y la sempieterna presencia de los curiosos hacen siempre que los proyectos fracasen. Y mientras, los curiosos siguen llegando. «Es que vienen de toda España hasta aquí para verlo. Gente joven y no tan joven», se sorprende Sergio.