1.Mañana. Plaza del Príncipe Alfonso. Los componentes de la numerosa comitiva gimnastiquista avanzan jubilosos tras la bandera barrada cuando, recién atisbada la estatua del gran monarca, ven dibujarse en lontananza una estampa ciertamente llamativa, en realidad insólita. De aquel lado de la plaza, apenas ocultos por los metrosideros del Parterre y amparados bajo su flamante enseña blanca, recién salida de la Gran Fábrica Justo Burillo, caminan en dirección a su posición cientos de aficionados del Valencia. Habida cuenta del turbulento historial de relaciones entre ambas sociedades, cuyo último capítulo -el sonado traspaso de Enrique Molina- todavía depara encendidas discusiones y algún que otro golpe, el observador imparcial (o el agorero de turno) se prepara para lo peor.

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