¿Imaginan un pederasta condenado a 21 años de cárcel suelto durante meses? ¿Creen posible que después de la denuncia de dos menores, los investigadores no hayan descubierto que en realidad había decenas de afectados más? ¿Conciben que el hombre en cuestión se ponga delante de una cámara para reclamar su inocencia a la vez que coquetea con alumnos como si nada? ¿O que con una orden de búsqueda y captura ya vigente, los Mossos se toparan con él sin poder detenerlo? Nada de esto es ficción. Es España, Barcelona para ser precisos, y no hace décadas, no. En 2022 concretamente.
Remover conciencias y generar debate mediante la exposición de unos hechos que de otra forma hubieran permanecido ocultos y fuera de la opinión pública es el objetivo fundamental de todo aquel que se dedica al periodismo de investigación. Y esto es, precisamente, lo que ha conseguido Carles Tamayo en su documental Cómo cazar a un monstruo, disponible ya en Amazon Prime. Su minucioso trabajo le ha permitido mostrar cómo el pederasta Lluís Gros continuaba en libertad a pesar de que sobre él pesaba una sentencia firme y una orden de detención. Una libertad que aprovecha para tener contacto con menores, conducir su coche y visitar iglesias. Todo, mientras es grabado por Tamayo, que finge ser su amigo para estar a su lado.
Juzgados saturados y procesos tortuosos
Más allá de la indignación contra el personaje que provoca el documental, lo más dramático es la incredulidad que genera sobre el funcionamiento del sistema de Justicia. Cómo es posible que una sentencia sobre un tema tan sensible como son los abusos a menores tardara diez años en llegar. Los juristas consultados por El Independiente coinciden en señalar el problema esencial: falta de medios. Los juzgados están saturados y los tiempos de las investigaciones se dilatan generando procesos tortuosos que hacen que los denunciantes se replanteen si han acudido a la ventanilla correcta.
“La justicia tardía no es justicia”, refleja Verónica Ponte, magistrada del Juzgado de primera instancia e instrucción de Getxo (Vizcaya). Ella trabaja en uno de esos juzgados que llevan distintas especialidades (civil, penal y social) y explica que faltan manos. «¿Falta de dedicación? Ya te digo yo que no. Es como una montaña de papel que lo único que hace es comerte. Yo he querido llegar y lo he hecho a coste de salud mental, salud física… Puedes sacar el doble de trabajo a costa de tu tiempo, pero no es sostenible a largo plazo».
Los datos de la Comisión Europea en esta materia son ilustrativos: en España hay 11,24 jueces y 5,37 fiscales por cada 100.000 habitantes, mientras que la media europea es de 17,60 jueces y 11,10 fiscales por cada 100.000 habitantes. “El 33% de los jueces en menos de 10 años se habrá jubilado y no se están reponiendo”, añade Ponte.
Lluís Gros se zafa una y otra vez de la entrada en prisión al escaquearse del análisis forense. Los médicos forenses son otro de los grandes agujeros negros en los juzgados. El número de adscritos depende del gobierno autonómico si las competencias están transferidas, pero en no pocas ocasiones sus informes dilatan los procesos. «Necesitamos más gente especializada. Por ejemplo, resulta que con un robo con violencia, puedo mandar a la persona al médico forense y va bastante rápido y si ha recuperado la cadena [o lo que haya sido robado] y la persona no reclama el valor, va mucho más rápido. El problema es cuando la persona reclama y tengo que mandar a un especialista para que me determine el valor de la cadena. Eso implica que el caso se me va en nueve, 12 meses. Con lo cual se perdería una instrucción sencilla y rápida», describe la togada.
«En los juzgados la víctima importa cero»
«[El documental] Me ha hecho revivir el caso de Kote Cabezudo», cuenta indignado a este periódico Mario Díez, el abogado de sus víctimas durante el juicio. José Juan Cabezudo Zabala fue un fotógrafo de moda y desnudos condenado por delitos de abuso y agresión sexual, elaboración y difusión de pornografía infantil y delito de estafa a siete víctimas. «En muchos aspectos, es un caso igual que el de Lluís Gros; en las taras de la justicia con relación al respeto a las víctimas, al rigor respecto de lo que supone este tipo de delincuentes a la hora de adoptar medidas cautelares o ejecución de condenas… Es indignante».
Uno de los detalles más escabrosos del documental es ver cómo Gros sigue en contacto con niños, a través de su teléfono móvil. No hay medidas contra él. Nadie se lo impide. Tal y como explica Díez, en su experiencia, conseguir la prisión preventiva es complejo, aunque se trate de supuestos donde se está acreditando una reiteración delictiva constante. «¿Cuántas personas tienen que estar sometida a riesgo? En los juzgados la víctima importa cero. Y te das cuenta de que muy probablemente las medidas no se toman porque el sistema está colapsado. Si todo el que tuviera que ir a prisión provisional fuera, no habría cárceles».
Sangrante para las víctimas
El trabajo de Tamayo también incluye testimonios de alguna de las víctimas de Gros, cuyo juicio se alargó durante diez años. Una de ellas, incluso, llega a abordarle durante una grabación, cuando se lo encuentra en un restaurante, para exigirle que le pida perdón. «Cuando hablamos de delitos de este tipo, la situación es muy sangrante para las víctimas», explica Díez. «Me imagino a cualquiera de ellas viendo que lo tiene delante y que se va a escapar». Cuando llega un cliente, cuenta, con un caso de este tipo, se pregunta si le compensa estar diez años en un procedimiento «donde no se descansa ni se pasa página» con todo el sufrimiento que conlleva, primero, conseguir una condena, y luego que realmente se haga justicia. «¿Le vamos a decir a una víctima que denuncie para estar expuesta al criminal, que campa a sus anchas, que hace lo que le parece? Son todo garantías para el delincuente, y las víctimas no tienen ninguna».
En Cómo cazar a un monstruo se evidencia que las trabas burocráticas crean márgenes de impunidad. Con la orden de captura ya emitida, los Mossos llegan a tener a Gros delante de sus narices sin poder arrestarlo, creando una escena totalmente rocambolesca. «Esas situaciones las he vivido», cuenta Díez. «En San Sebastián tuve a un tipo en busca y captura. Investigamos dónde estaba, avisamos a la Ertzaintza, y nos dijeron que no lo detenían, que ya saltaría algún control de alcoholemia. Al final fue el novio de una víctima y le detuvo, haciendo el trabajo de la Policía».
La disfunción autonómica
En el imaginario colectivo subyace la idea, importada de las series de televisión, de que cuando se emite una orden de busca y captura la Policía, inmediatamente, se dispone a buscar al delincuente. Pero en algunos casos no es tan sencillo, no parece automático. «Es súper sangrante –que esto me ha pasado– ir a tomar declaración a los investigados que han tenido que ser detenidos y encontrar que tenían una requisitoria que es lo que llamaríamos la orden de búsqueda y captura. Y darnos cuenta en el Juzgado cuando la Policía la había tenido delante de ellos», confiesa la magistrada Ponte.
Por no hablar del problema que supone que cada Comunidad Autónoma tenga un sistema informático distinto que no se comunica con el del juzgado vecino. En España hay cinco autonomías cuyo sistema judicial depende del Ministerio de Justicia, mientras que el resto tiene este departamento transferido, lo que genera absolutas disfunciones en la organización. Y para muestra un botón. «Yo he estado en Cantabria y en País Vasco. Cuando estaba en Cantabria teníamos ya expediente digital electrónico e iba muy bien. Volví al País Vasco en 2022 y estábamos en papel, firmando a mano, que para mí era volver a la Edad Media. Ya se han actualizado y se han puesto este sistema, pero qué pasa, que si te afecta un delito hace tiempo en Cantabria tú ya lo tendrías digitalizado y en País Vasco han empezado hace dos años», subraya.
Un problema de fondo
La jurisdicción penal no es la única donde la saturación provoca retrasos y situaciones desagradables. «Escuchamos la frase de que no se confía en la Justicia, y tiene sentido cuando ves este tipo de casos. Es una vergüenza», cuenta Pilar Vilella, abogada de Familia. «Lo que yo veo es que muchas veces una resolución puede tardar seis meses en llegar, y las consecuencias son, por ejemplo, que un padre no esté viendo a sus hijos, o que una madre no esté recibiendo la pensión para dar de comer a los niños. En una familia hay una dinámica, las cosas son cambiantes», explica.
Las dilaciones en algunas jurisdicciones, como en la penal, que implica delitos muy graves, o como en la que afecta al núcleo familiar, son nefastas. «Presentas una demanda en abril pidiendo una cosa y hasta diciembre no te la admiten, y en ese período la vida ha dado un vuelco. Y te llaman y te preguntan que qué pasa con lo suyo. Han dejado en manos de un juez toda su vida», cuenta.
Al igual que Ponte y Díez, Vilella señala la falta de medios como la causa fundamental de esta situación: «La Justicia es el último olvidado de la administración, no es una parte a la que se destinen los medios suficientes». Además, el desconocimiento sobre este área provoca que, en ocasiones, la ciudadanía no perciba lo importante que es dotar al sistema de recursos: «No todo el mundo tiene que recurrir a la justicia a lo largo de su vida, y en cambio a Hacienda o Seguridad Social sí. No se destinan los medios suficientes para mejorar las redes de autoridades y de los juzgados».
Ahora bien, la responsabilidad de que el sistema esté saturado no es únicamente de los funcionarios judiciales. «En España somos muy litigiosos», indica la abogada. «Los jueces tienen que abarcar más asuntos de los que deberían. Por romper una lanza en su favor, en España no se fomentan otras vías, como la resolución extrajudicial de conflictos. Te vas directamente al pleito. Si hubiese un paso previo llegaríamos menos a los juzgados, como pasa en muchos países», remacha.