Aunque hay quienes se las han arreglado para encontrarle lecturas feministas a ‘Emmanuelle’ (1974), al verla resultaría necesario hacer ejercicios de contorsionismo intelectual para entender por qué. Sí, habla del viaje de una mujer a través de su propia liberación sexual, pero para ello se dedica a contemplar todos los cuerpos femeninos que aparecen a lo largo de su metraje con mirada propia de señor babeante. En la actualidad, ningún hombre se atrevería a ponerse detrás de una cámara para reciclar ese mito erótico, y la película que este viernes se ha encargado de inaugurar la 72ª edición del Festival de San Sebastián no ofrece ningún argumento convincente para justificar que una mujer lo haya hecho.
La francesa Audrey Diwan deja claro que su ‘Emmanuelle’ no es un ‘remake’ de aquella película dirigida por Just Jaeckin que convirtió a Sylvia Kristel en icono sexual, sino una nueva versión del libro que ya inspiró a aquella y cuya autoría se ocultaba tras el seudónimo Emmanuelle Arsan. También afirma que su intención con ella es llevar a cabo “una exploración del placer en este mundo posterior al MeToo”.
Y si en la película original la cámara trataba a las mujeres como hermosos pedazos de carne con los que ponerse burro, aquí el objetivo es que el vehículo de la historia y su razón misma de ser sean las sensaciones que el personaje titular experimenta; dicho de otro modo, el único enfoque que sobre el papel resulta sensato en la actualidad. “Me pregunté acerca de la relación que nuestra sociedad mantiene con el deseo y el placer, de la presión que ejercen sobre nosotros y los prejuicios que generan”, elabora Diwan. “Y quise enfocarlo a través de los ojos de una mujer que ha dejado de sentir y tiene que volver a encontrarse a sí misma”. Hasta ahí todo se entiende.
La Emmanuelle de 1974 era la mujer-objeto de un diplomático destinado en Bangkok, la de 2024 no es la mujer de nadie. Se dedica a efectuar controles de calidad en la cadena de hoteles de lujo de la que es directiva, y al principio del relato llega al establecimiento de siete estrellas que la compañía tiene en Hong Kong, no sin antes tener sexo furtivo con un desconocido en el baño del avión. Es una mujer tan disciplinada a la hora de cumplir los deseos del cliente que ha dejado de prestar atención a los suyos propios, al menos hasta que conoce a una ‘escort’ que la ayuda a liberarse de ciertas ataduras y, sobre todo, al ingeniero misterioso y posiblemente aquejado de disfunción eréctil con el que, desafiando toda lógica, no tarda en obsesionarse.
‘Emmanuelle’ es el primer largometraje que Diwan dirige desde que en 2017 ganó el León de Oro en la Mostra de Venecia gracias a ‘El acontecimiento’. Retrato de la odisea experimentada por una joven en su intento de abortar en un tiempo y un lugar en el que hacerlo es ilegal, aquella película también hablaba de una mujer en lucha por ejercer el control de su propio cuerpo, y sus parecidos con esta empiezan y acaban exactamente ahí. En ‘Emmanuelle’ no hay ni rastro del rigor formal y narrativo o de la extraordinaria habilidad para generar tensión dramática que Diwan exhibió entonces: es una película que deambula evidentemente despistada hacia no se sabe muy bien dónde, y que entretanto se muestra menos interesada en proponer reflexiones de cualquier tipo que en recrearse contemplando las superficies del lujo que pretende usar a modo de metáfora. Pero quizá lo más grave es que la mirada que proyecta sobre el sexo resulta, además de perfectamente femenina, del todo esterilizada.
Las escasas escenas de sexo que la adornan carecen por completo de energía, entusiasmo, descaro, sentido del humor o impudicia y, aunque esa frialdad tenga sentido narrativo -su protagonista, recordemos, es una mujer incapaz de hallar placer y emoción en el sexo-, Diwan no encuentra una forma mínimamente interesante de plasmarla en imágenes. En la ‘Emmanuelle’ de 1974, una mujer se fumaba un cigarrillo a través de su vagina; en la de 2024, Emmanuelle se masturba usando un cubito de hielo. Queda todo dicho.