Hace justo diez años, el periodista D. T. Max publicó Todas las historias de amor son historias de fantasmas, una excepcional biografía sobre el escritor David Foster Wallace. En aquel momento, la leí, o devoré, más bien, dejando mi huella, esta vez incluso subrayando pasajes, en el ejemplar que al propio Max le tendí, para que me lo firmara, cuando lo entrevisté en Madrid.
Me acordé, de ese momento, de aquella lectura, pero sobre todo del título del libro, unos días atrás. Lo hice después de ver Aftersun, película que se estrenó en los cines españoles a finales de 2022 y a la que yo he llegado ahora.
Me pasa siempre, con los filmes y las novelas, especialmente si me gustan. Al terminarlos, incluso a la mitad, del metraje o de la trama, empiezo a pensar cómo recomendarlos. En el caso de Aftersun, no me costó, llegué pronto a la frase de Foster Wallace que da título a la biografía escrita por Max. Pero introduje un pequeño cambio: a veces, las historias de amor entre padres e hijos son tristes, lo difícil es contarlas bonito.
Eso pensé, acabada la película, el debut en la dirección de Charlotte Wells, que se inspiró en la relación que mantuvo con su padre, fallecido (se suicidó) cuando ella tenía 16 años, para rodar una cinta preciosa, en su estética y en su narración. Un padre separado, joven, no llega a los 30, se va con su hija, de 11, de vacaciones unos días a Turquía.
En su vida cotidiana, diaria, se ven poco, están físicamente distanciados, él vive en otra ciudad, nada quiere saber de Edimburgo, aunque se quieren y disfrutan estando juntos. Hay amor, entre ellos, pero es un afecto teñido por la tristeza, por la imposibilidad de un futuro mejor, por la obligación de seguir siendo sin ser, por la certeza de un final precipitado, para el que ninguno de los dos estaba listo, pues la muerte, hasta la elegida, es siempre inoportuna, e incomprensible.
Mientras contenía, estúpidamente, las lágrimas, recordé algo que le escuché, no hace mucho, a alguien de mi entorno que ha ejercido los roles de hijo, hermano y padre. «Los padres siempre nos equivocamos», eso dijo. Se refería a mi pasado familiar, a las circunstancias, que unas veces me unieron y otras me separaron de mi padre.
La paternidad y la maternidad son, quizás, las decisiones más difíciles a las que nos enfrentamos a lo largo de nuestra vida. Crean un vínculo indisoluble y, sin embargo, fácil de corroer.
Yo no quise ser madre, así lo elegí, tuve esa oportunidad. No considero que sea una condición necesaria para vivir plenamente como mujer. Respeto, no obstante, a quien así lo cree, y he sufrido la pérdida, primero, de mi madre y, años después, de mi padre.
La orfandad te quiebra, te parte en dos la espina dorsal que te mantenía erguida, te sientes desamparada, sola, indefensa, no importa la edad que tengas. Pero ni la paternidad ni la maternidad son garantía de humanidad y bondad.
Pienso en los hijos de Gisèle Pelicot, en lo que pensarán de su padre, en cómo podrán mirarlo a la cara. También, en el hijo de la escritora Constance Debré, al que su padre manipuló en contra de su madre tras confesarle ésta que era lesbiana, según narra ella en su libro Love me tender. O en la hija de Lucian Freud, Susie Boyt, que ha escrito una novela bellísima, Amada y perdida, sobre una madre que decide entregarle a su nieta el amor que su hija drogadicta no es capaz de aceptar. Y en mí misma, hija sin hijos ni padres, ya.
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