Es lo primero que les digo a mis alumnos en clase. No es lo mismo la verdad que la búsqueda de la verdad. No es tarea del periodismo decir la verdad, sino buscarla. Si fuera lo primero, sería muy fácil. Cada uno diría su verdad y encontraría mil razones para justificarla, que es lo que ocurre ahora en estos tiempos de relativismo y olvido de los valores fundamentales del periodismo. La verdad se dice en los territorios de la certidumbre, pero se busca a través de lo incierto, el error, lo provisional, lo incompleto, la discusión y, por lo tanto, lo que necesita por encima de todo es libertad. La libertad de expresión es la medida de todas las cosas. Hay una relación directa entre su fuerza y la salud de una democracia. Cualquier norma que la limite supondrá un obstáculo hacia la verdad, aunque también los obstáculos forman parte de su búsqueda.
El problema de las medidas del Gobierno contra la desinformación es que se toman desde la apropiación de la verdad, como si esta fuera una y estuviera firmemente anclada en un bando, el suyo. De la negación de la pluralidad vienen todos los males en la política. Eso les lleva a ver máquinas de fango por todas partes, pero siempre enfrente. Desde su imagen de sociedad ideal, construida como una torre a salvo de cualquier perspectiva que no sea la suya, ellos deciden qué es bueno y qué se puede decir. Y el problema se agrava cuando se arrastra la libertad de expresión hacia el campo de batalla de la guerra cultural, es decir, cuando no solo se miran las cosas desde una posición de certeza y superioridad moral, sino cuando esa mirada está enfocada por el desprecio e incluso el odio hacia quien piensa diferente, cuando cualquier posibilidad de encuentro se malogra por el miedo y la violencia. Ninguna ley que surja del enfrentamiento y el dogmatismo contribuirá a oxigenar el espacio del periodismo, ya de por sí colonizado por ese tipo de política miope.
Con la excusa del fango, el Gobierno pretende dirigir el debate público y controlarlo. No es el único. En distintos países de todo el mundo, los gobiernos han decidido tomar medidas drásticas contra el debate público en Internet. Algunas medidas pueden estar justificadas, pero otras son formas disfrazadas de censura. El periodismo debería resistirse con las pocas fuerzas que le quedan, porque no hay función más importante entre las que desempeña en el debate que la de cuestionar los relatos que intenta imponer el poder político. No nos fiemos de quienes atacan al periodismo. La medida más urgente para sanear el debate público es, por el contrario, fortalecerlo. Así se plantea en Francia, con iniciativas para fomentar el pensamiento crítico en todos los niveles del sistema educativo. El único antídoto contra las máquinas del fango es la libertad de expresión. Y el periodismo nos enseña a usarla, a pie de calle, en la confusión de los días, a través del hábito de la observación, la investigación atenta, la interpretación. Como decía Kundera sobre el arte de la novela, también el periodismo «enseña al lector a sentir curiosidad por los otros y a tratar de comprender verdades distintas de la suya propia». Ese aprendizaje no es fácil, sobre todo porque encontrará siempre enfrente al poder.
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