Hace algunos años, un amigo me comentó que, cuando acudía al médico, tenía el deseo de preguntar al profesional cuál era el plan de estudios que había cursado. La respuesta le serviría para graduar su confianza: ¿bachiller antiguo? Perfecto. ¿BUP? Bueno, bien, se tomaba la píldora. ¿Otros? Mejor consultar una segunda opinión.
Me han contado, asimismo, que hay muchos cuerpos de la Administración -de esos que antes a los que llegaban eminencias grises- que están preocupados por la caída generalizada del nivel de conocimientos.
En algunos casos, es verdad, las vacantes se quedan desiertas, pero en otros la premura y la precariedad exigen optar por los menos malos. Sucede, sin embargo, que, en el campo profesional, lo mejor no es enemigo de lo bueno y la mediocridad suele ser empobrecedora; a menudo, resulta también peligrosa.
La cosa llega a niveles sorprendentes: anuncios o artículos con faltas de ortografía tan garrafales que exceden lo permisible en una errata; películas menos sesudas; programas más insustanciales; música más estandarizada. Que hayamos estado durante la semana viendo cómo competían las frivolidades de Broncano con las cada vez más aburridas y morosas entrevistas de Pablo Motos da cuenta del final del viaje al que hemos llegado.
“Hay muchos cuerpos de la administración -de esos que antes a los que llegaban eminencias grises- que están preocupados por la caída generalizada del nivel de conocimientos”
No quiero mostrar más ejemplos, algunos clamorosos, como aquellos con los que nos topamos los profesores en cada comienzo de curso, cuando intentamos testar el nivel de conocimientos de los nuevos alumnos. A todo ello se une lo que hace unos meses comentaba un siempre inteligente Harvey Mansfield, reputado catedrático de Harvard -y discípulo de Leo Strauss- quien, ya jubilado, daba en la diana: es paradójico que haya un consenso sobre la falta de nivel académico y que, al tiempo, los alumnos obtengan cada vez calificaciones más estratosféricas.
Un catedrático afirmaba ya hace una década, en una conversación privada, que se había negado a reeditar su manual: la editorial le exigía reducciones de página cada vez más bestiales y menos altura. ¿Y qué decir del calendario? En la universidad, por ejemplo, el docente tenía todo un largo año para exponer un temario a veces inabarcable; hoy bastan apenas tres meses y unas cuantas diapositivas.
Sospecho que hoy no solo nos es difícil comprender libros de texto de hace unas décadas; es que nos resulta inalcanzable cualquier episodio de La Clave o Negro sobre blanco.
La mediocridad es como las arenas movedizas. O como la lava, que se va extendiendo desde las cumbres, colándose en los sitios más insospechados. Por eso, no solo están degradados los campus: hay una clase política insustancial, que pretende sintonizar con sectores sociales y modifica sus convicciones de acuerdo con los tópicos vigentes. Hay una clase intelectual menos preparada. Y hay un público culto cada vez menos dispuesto a dar lo que exige la alta cultura.
La excelencia tiene mala prensa, igual que la reivindicación del mérito, como si el corolario de ambas fuera una sociedad tiránica, pervertida y desigual. Pero, según funcionan las cosas y teniendo en cuenta el color que están tomando, es necesario decir basta y volver a sembrar los corazones de los jóvenes de admiración y encanto por lo bueno, lo noble, lo elevado.
“Sospecho que hoy no solo nos es difícil comprender libros de texto de hace unas décadas; es que nos resulta inalcanzable cualquier episodio de La Clave o Negro sobre blanco”
Eso de la mediocridad, en realidad, se entendió mal. Porque cuando Aristóteles se refería al justo medio afirmaba que no eran aplicable en todas y cada una de las virtudes. Aspirar a la excelencia, en la mayoría de las ocasiones, no es tanto un mal radical como una envidiable aspiración.
Me ha dado por pensar que, socialmente, se ha entendido tan mal eso de la “aurea mediocritas” que un virus letal ha terminado anegando los anhelos o pretensiones humanas más nobles. Son los romanos quienes toman la expresión para verter al latín la idea aristotélica, pero con matices. Paulatinamente, la hemos acabado interpretando literalmente.
No es la única cosa que hemos comprendido mal, por cierto. Hace años que no sugiero la lectura de un libro de J. Pieper sobre el ocio pensando que a una persona poco formada le puede dar la impresión de que el tomista alemán está conminándole a zanganear, cuando la forma de existencia que propone, siguiendo una sabia y larga tradición, es más exigente, laboriosa y extenuante que cualquier trabajo. Aunque eso sí: es mucho más gozosa y plena.
Claro está que de nada serviría quejarse de la mediocridad y el estado actual de las cosas como refiere el ejemplo evangélico: mirando la mota en el ojo ajeno. Quiero decir que, visto lo visto, es mejor que no confiemos ni en las homilías parlamentarias, ni en las guerras culturales, ni en las diatribas para cambiar nuestra atmósfera. ¿No creen que cualquier vídeo o admonición digital queda anegada en un mar ensordecedor?
El que mejor actitud adoptó fue Epicuro, que se dio cuenta de que más que soliviantarse para transformar las cosas -o para iniciar una revolución-, era preferible retirarse a un plácido y cuidado jardín para departir con los amigos más íntimos y estimulantes. Esa es la manera de buscar la viga en nuestras pupilas y no convertirnos en azotes hipócritas de las costumbres públicas.