La primera vez que vi a una mujer vestida con burka me sobrecogió. Era muy alta, recuerdo que busqué sus ojos ocultos tras la rejilla de aquella terrible indumentaria, pero no los encontré. Fue cerca de mi casa, algo tan inusual que aún guardo en la memoria la impresión que me causó.

Cuando se acaba de cumplir el tercer aniversario de la salida de Estados Unidos de Afganistán, el régimen talibán que gobierna en este país acaba de aprobar una norma más contra las mujeres, la Ley para la Propagación de la Virtud y la Prevención del Vicio: a partir de ahora, la voz de las mujeres no podrá escucharse en público, no podrán hablar. Un silencio impuesto con el que se culmina su exclusión de la vida en sociedad, mejor dicho, de la vida en general. Porque ello se suma a la prohibición de maquillarse, de llevar zapatos con tacón, de mostrar un solo milímetro de su piel o de su pelo, de cantar, de bailar, de sonreír. El pecado de ser mujer.

La escalada discriminatoria, que se inició hace tres años, no ha parado. La ONU advierte del porcentaje cada vez mayor de niñas y mujeres jóvenes sin escolarizar, robándoles el derecho a la educación, a soñar un futuro. La Unión Europea acaba de señalar que esta nueva ley supone una dificultad más para la normalización del país en el contexto internacional.

Veinte años acumulando dolor para acabar en manos del fundamentalismo más radical es el gran fracaso de aquella larga guerra. Estamos en deuda con las mujeres afganas. Su obligado silencio debería servir para que alcemos la voz en defensa de sus derechos, reivindicando que Afganistán se incluya entre las prioridades de la agenda política internacional. Es necesario el compromiso de que las dos décadas en las que se intentó occidentalizar el país, sin éxito, no caigan en saco roto. Hace tres años nos retiramos y los talibanes se hicieron con el poder. Ahora, no nos podemos apartar de lo que está ocurriendo en este país, porque alguna responsabilidad tenemos.

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