El animal televisivo por excelencia fue devorado por la pantalla. De forma inapelable y devastadora. La misma televisión estadounidense que ha convertido la política en puro entretenimiento, no muy distinto en su formato y fondo a los duelos entre concursantes de un ‘reality show’, encontró en Donald Trump a un producto agotado. Aburrido, incoherente, apocalíptico. Repetitivo como un disco rayado y sin un solo conejo en la chistera, salvo para los chistes dedicados al saliente Joe Biden y sus inagotables vacaciones en la playa. El tórrido romance con la caja tonta del maestro de ceremonias de ‘El Aprendiz’ se hizo añicos en el debate de Filadelfia. El republicano se inmoló figurativamente en directo. Autorretratado como nunca en horario de máxima audiencia. Un Lucian Freud desenfocado frente al espejo. Bastaron 90 minutos para que el minotauro catódico se comiera –con ayuda de Kamala Harris— al más aventajado de sus hijos.
No hizo falta que la demócrata brillara toda la noche. Estuvo serena y a menudo persuasiva, el único adulto en la habitación. Mejor cuando se salió del guion que cuando repitió las frases estudiadas de sus ‘spin doctors’. Demasiado encorsetada entonces y presa de cuestionables herencias. Pero demostró tener una afinada inteligencia política y una disciplina a prueba de bombas para dejar que el republicano se retratara en los 90 minutos más reveladores de su carrera política. Por primera vez en los nueve años transcurridos desde que Trump descendiera de las escaleras mecánicas de la Trump Tower para dinamitar la política estadounidense como un Johnny Rotten de fiesta en Buckingham Palace, alguien había logrado descifrar el código para que el rey quedara completamente desnudo. Poco más que una carcasa hueca.
Aranceles a discreción y expulsión masiva de millones de emigrantes. Pero ni un plan para ejecutarlos ni una sola argumentación cabal para explicar sus beneficios. (De eso se encargan los arquitectos de las 900 páginas de su Proyecto 2025, a los que no quiso reconocer pese a haber participado en su elaboración 140 figuras allegadas que trabajaron en su Administración, según CNN).
Sin argumentos ni respuestas
Esa dinámica adoptó tintes de sonrojo cuando Harris le dijo que, en nueve años conjurándose para reemplazar Obamacare, la reforma de la enclenque sanidad pública odiada por los conservadores, ni él ni su equipo han sido capaces de presentar un plan alternativo. Respondió que –nueve años después– siguen estudiándolo. O cuando no supo qué contestar a los moderadores que le instaron a explicar los pasos que desplegará para esa paz en Ucrania que promete conseguir en el rato que se tarda en hacer una tortilla, cómo hacían los viejos charlatanes de las ferias con sus mágicos crecepelos.
Con el zurrón vacío de datos, hojas de ruta o la más mínima demostración de conocer los rudimentos y complejidades que esconden los grandes desafíos del país, a Trump no le quedó otra para llenar el estruendoso vacío que echar mano de sus cotidianas fabulaciones distópicas y probadamente falsas. Habló de emigrantes que se comen a perros y mascotas de los estadounidenses o de un liderazgo demócrata supuestamente conforme “con ejecutar bebés” tras su nacimiento, a colación de un segmento sobre el aborto. Y entre medio les dio la razón a aquellos que lo ven como un “títere de Vladimir Putin”, al ser incapaz de decir si quiere que Ucrania gane la guerra.
Paralelismos con Biden
El hundimiento fue estrepitoso. Similar al que escenificó Biden en su debate de junio contra Trump y que le obligó a abandonar la carrera. La diferencia es que a Biden no hizo falta escucharle para saber que era un político finiquitado. Bastó con recurrir al sentido de la vista. Trump requirió del oído porque no calló un segundo. Pero dejó meridianamente claro que bajo sus decibelios y su obsesión por sí mismo no queda una pizca de embrujo, por más que el culto a su persona sobreviva al debate.
A Harris le bastó decir si quieren otros cuatro de “eso”. De enfrentamiento teledirigido con sus vecinos. De un presidente que se pasa el día atizando a amplios sectores de la población, incluidas algunas de sus vacas sagradas como los militares, y rociando con gasolina la convivencia. Es posible que el bucle televisivo y la caja de resonancia de la polarización mediatizada logre darla la vuelta a lo sucedido. Al fin y al cabo todo apuntaba antes del debate a que las elecciones de noviembre se decidirán por un puñado de votos. O es posible que el país recuerde esos 90 minutos inusitadamente reveladores. Trump se desintegró en la arena. La misma arena de circo televisivo que hace ocho años manipuló con maestría para conquistar el cargo más poderoso del mundo.