Los profesores religiosos y los seglares tenían nombres rotundos: el padre Hugolino, el padre Crisóstomo, el hermano Teófilo, el hermano Macario; don Vicente, don Antonio, don Cecilio… Los capuchinos de San Buenaventura vestían hábito de sarga, sandalias, cíngulo y rosario al cinto, longa barba y amplía tonsura como muestra de humildad.
Hermanos Maristas que vestían sotana y crucifijo en el pectoral. Los seglares gastaban anodinas corbatas con no menos anodinos trajes manchados con el yeso de las tizas, unos trajes que vestirían todo el año, salvo excepciones festivas. Portaban de forma solemne lúgubres carteras con exámenes y los obligados comentarios de texto de aquel lejano curso preuniversitario del 69.
La tarima en el aula marcaba la distancia entre profesores y alumnos. Aula que presidía un crucifijo flanqueado por los retratos de Franco y José Antonio. Al abrir la puerta del aula, un olor a pies, sudor, lana mojada y mortadela embriagaban. Allí estaban los que culminaron el Bachiller Superior, los que marcharon de vacaciones siendo Paquito, Marianito o Andresín y volvieron a los estudios que les llevarían a la universidad como Francisco, Mariano o Andrés.
Se hacía ostentación de los primeros bigotes cuando aquellos educandos ya palpaban su destino profesional. Atrás quedaron las lecturas públicas de calificaciones, las lecciones que hablaban de edad, dignidad y respeto; la guerra de las Galias; Descartes y Kant; Miguel de Cervantes; las guerras Púnicas o la epopeya del descubrimiento de América…
No, la electrónica no había irrumpido, y nada sustituía a la pizarra con su tiza y borrador. Ni a los mapas de España y de los cinco continentes. En aquel curso todo era distinto, y el niño pasó a ser hombre. Los largos días del bachillerato se convirtieron en recuerdo, con sus fríos y sus tórridos calores; lloviendo o tronando (porque entonces llovía), y con tan solo una cartera para guarecerse de los elementos, los escolares caminaban hacia colegios e institutos.
Se iniciaba el ‘Preu‘, aquel curso significado en la vida de cada uno, tan singular que fue llevado a la pantalla y puso letra a movidas canciones con la voz de Karina.
Con el París Match en la carpeta, los alumnos del Preu sacaban pecho al pasar frente a Jesús María o ante el colegio de doña María Hurtado. En pocos meses estarían sentados, puestos de chaqueta y corbata ante el tribunal que juzgaría sus conocimientos y que les llevarían a las carreras universitarias elegidas como dedicación para todo a una vida.
En las paredes del caserón de la Facultad de Derecho de La Merced aún flota en el ambiente el nombre del gran benefactor de la Universidad de Murcia, don Juan López Ferrer. Allí mismo, o un poco más allá, se escuchan todavía las voces sabias de don Manuel Batlle, de don Juan Torres Fontes, de don Antonio Reverte, de don Mariano Hurtado, de don Rodrigo Fernández-Carvajal, de don Mariano Baquero, de don Juan Sancho, de don Juan Serna o de don Enrique Tierno Galván; voces que harían enmudecer a los más versados docentes de hoy.
Fue en aquel curso del 69 cuando los dormitorios de los estudiantes cambiaron su decoración y en el lugar que ocuparon Di Stéfano y el Cabo Rusty con Rin-tin-tín, surgió la imagen de un rostro angelical, en una más que ilustre anatomía, ya casi relegada a la polvorienta trastienda romántico-erótica de mujeres soñadas del cinema, la cara dulce de Julie Christie, la que nos hizo comernos las uñas en Lejos del mundanal ruido. Un rostro para soñar con amores imposibles en las noches del aquel lejano Preu del 69, sueños al arrullo de Penélope de Juan Manuel Serrat.
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