Natividad Astudillo guarda en su biografía la rara experiencia de escuchar qué dicen de ti cuando has fallecido; solo que a las tres y pico de la tarde del 13 de septiembre de 1974, ella estaba casi viva cuando oyó a una mujer sentenciar: “Está muerta, está reventada”. No había perdido del todo la vida, ni del todo el sentido, aunque tardaria días en despertar. KO por la onda expansiva de la goma 2 y por los impactos de metralla que le quebraron el maxilar y le perforaron el cuerpo, podía oír, pero no hablar ni abrir los ojos. No entendía qué quería decir aquella mujer, enfermera de Urgencias, a quién se refería con ese diagnóstico. “Es que yo no sentía nada, no sabía qué me había pasado”, recuerda hoy.
La explosión de entre 10 y 14 kilos de dinamita plástica con una nutrida guarnición de 1.000 tuercas en medio de un comedor al completo es, básicamente, un repentino huracán de llamas, un millón de esquirlas de acero, loza, madera, cristal y hueso humano acribillando el espacio en todas direcciones y unas toneladas de cascotes cayendo por doquier. Del horror en que se convirtió la cafetería Rolando de la calle Correo de Madrid se van a cumplir 50 años. Natividad estaba en El Tobogán, un bar aledaño al que atravesaron el estallido y la metralla. Teniendo en cuenta lo que allí pasó, se puede considerar afortunada: sobrevivió a la primera matanza masiva de ETA.
El saldo forense del atentado fue de 13 muertos y más de 70 heridos. El saldo penal, tres autores conocidos y cero condenados. De hecho, el crimen permaneció 44 años sin que lo asumiera la banda terrorista, flotando en los charcos de bulos y teorías de la conspiración.
Sin contrición
Medio siglo después, Bernard Oyarzábal y Maritxu Cristóbal, los dos jóvenes etarras que dejaron su bomba en la Rolando, son dos ancianos vecinos de la ciudad vascofrancesa de Bayona que nunca han pedido perdón. No comparecieron ante tribunal alguno, pues Francia negó su extradición. Sus víctimas muertas y vivas están esparcidas en reguero por Madrid, Córdoba, Burgos, Málaga A Coruña, Villablino, Rivas, Tres Cantos, Badajoz….
Todas las investigaciones del crimen -la policial, la judicial y la historiográfica- señalan a una autora intelectual. La escritora Eva Forest, pareja del dramaturgo abertzale madrileño Alfonso Sastre, mujer carismática que se hacía respetar en la extrema izquierda luciendo pedigrí de hija de anarquista barcelonés muerto en la Guerra Civil, le había montado a ETA una red de apoyo logístico en Madrid.
A Forest, que sería con el tiempo senadora de Herri Batasuna, destacada activista contra la tortura, le pareció que la cafetería Rolando sería buen objetivo para golpear al franquismo. Dada su cercanía al edificio del reloj de la Puerta del Sol, entonces domicilio, oficina y calabozos de la temida Dirección General de Seguridad de la dictadura -y hoy sede de la presidencia de la Comunidad de Madrid-, estimó Forest, y con ella la rama militar de ETA, que el golpe mataría a muchos policías de los que a diario comían y tomaban café en el local. Como le dijo Forest a un cercano, «gente de la represión».
Importa en esta efeméride tanto lo que pasó dentro de la cafetería como lo que ocurrió fuera antes y después de la masacre. De ambos escenarios se ocupa con lujo de datos ‘Dinamita, tuercas y mentiras’, investigación de los historiadores Gaizka Fernández Soldevilla y Ana Escauriaza, apoyada por el Memorial Víctimas del Terrorismo de Vitoria y llevada por Tecnos a las librerías.
La crueldad del atentado dividió a los integrantes de ETA sin que la fisura interna evitara que 13 años después volviera la banda a a cometer una masacre, en el Hipercor de Barcelona.
Eva Forest murió en 2007 sin pública contrición por la matanza indiscriminada. Aún faltaban once años para que ETA, en su último Zutabe (abril de 2018), acabara asumiendo el atentado. “Era una mujer muy inteligente, pero extremadamente fanática, que buscaba sustituir la dictadura franquista por otra de corte comunista, como Cuba o Vietnam -retrata Fernández Soldevilla en conversación con EL PERIÓDICO-. Representaba lo peor del dogmatismo y de la intransigencia. Rechazaba la evolución que había tenido el PCE, que se había hecho posibilista en el exilio y apostaba por vías pacíficas. Era una ególatra que se creía destinada a la gloria y la grandeza y que veía a las personas como meros instrumentos de sus planes. Fascinada por la violencia, se las arreglaba para que la practicasen otros”
Para el historiador vasco, el atentado de la cafetería Rolando no habría sucedido sin el protagonismo de Forest. “Y luego, durante la instrucción judicial, Eva Forest quiso implicar al PCE, que no había tenido nada que ver, y delató a personas inocentes, como Lidia Falcón, que pagaron sus mentiras con la cárcel”.
Con la perspectiva del tiempo cabe preguntarse más cómodamente sobre las circunstancias que propiciaron que el ámbito de la lucha antifranquista diera cabida a personajes como aquel. “Eva Forest no fue una rareza en esa época, la de la tercera oleada internacional de terrorismo -reflexiona Fernández Soldevilla-. Hubo personajes muy parecidos a ella en distintos países, en los que había desde democracias consolidadas a dictaduras, y con distintas ideas políticas, desde el neofascismo a la extrema izquierda o el etnonacionalismo. Lo que les unía a todos era su rechazo a la democracia parlamentaria liberal. Todos ellos se radicalizaron en el ambiente de finales de los sesenta y principios de los setenta, apostaron por la violencia y contribuyeron a causar dolor pero también a crear una coyuntura aún más tensa y polarizada”.
Puede que nunca se pueda afirmar a ciencia cierta si este tipo de personas modeló la época o fue la época y su ambiente lo que las edificó. “Entiendo que hay que ver a Forest de las dos formas: como producto del contexto, pero a la vez como una creadora de ese mismo contexto”, apuesta el historiador.
Intrahistoria y dolor
Al coruñés Ramón Barral, aquella bomba le mató al padre y la madre, jóvenes pasteleros gallegos que estaban de vacaciones en Madrid. Con unos ahorros acababan de montar una panadería en su tierra y aprovecharon un viaje que debían hacer a la capital para suplir la luna de miel que nunca habían tenido. Aquel día 13 estaban en una mesa del comedor de Rolando. “No era raro -explica Natividad-. En Sol habían abierto el primer Corte Inglés de España, y venía mucha gente de fuera a comprar… y luego tomaba café en los bares de la zona”.
Los abuelos maternos de Ramón Barral, emigrantes gallegos en el Reino Unido, tuvieron que hacerse cargo de él, con tres años, y de un hermano aún bebé. Y separarse: ella, quedarse en A Coruña, y él seguir ya solo currando en Inglaterra.
Las penurias de esa familia decapitada, sin pensión, ni indemnización ni ayuda alguna se funden en el océano de intrahistorias dolorosas de las víctimas del terrorismo, especialmente las de la Transición. “Todo se hizo mal -lamenta hoy Ramón-. Años sin resolver porque algunos prefirieron dejarlo correr”. La versión de que el atentado formó parte de la lucha contra el franquismo “vino bien a los que dieron la amnistía, y también a los que la disfrutaron”, dice. Entre los amnistiados entró Eva Forest antes de que se le formulara condena.
Bulo parapeto
Entre tanto, triunfó entre la izquierda antifranquista y más allá un falso relato que sirvió de parapeto a ETA: que la bomba fue obra de la ultraderecha y las cloacas de la dictadura para favorecer una involución tras el asesinato del almirante Luis Carrero Blanco.
“La adulteración sobre el atentado no surgió de ETA, sino probablemente de ambientes de extrema izquierda, y se difundió con rapidez -explica el coautor de Dinamita, tuercas y mentiras-. Al menos en un primer momento el PCE, formaciones a su izquierda y el nacionalismo vasco hicieron suya esa teoría de la conspiración. Fue una tabla de salvación para ETA”.
Influyó además, de nuevo, el pedigrí. “El prestigio de Alfonso Sastre, que impulsó una campaña a favor de su esposa encarcelada, hizo que la mentira de un atentado de falsa bandera fuera aún más fácil de creer para un sector importante del antifranquismo y la izquierda europea -cuenta Fernández Soldevilla-. Por ejemplo, Jean Paul Sartre, el más claro exponente del grupo de intelectuales franceses fascinados por la violencia política, siempre que no les afectase a ellos. El historiador Tony Judt lo explicaba bien”.
Dos mecanismos propiciaban la flotabilidad del bulo durante lustros: “La solidaridad antirrepresiva con los arrestados, la lógica de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo, y la romantización de los terroristas, que eran vistos como luchadores antifranquistas, lo que los etarras jamás fueron. Cometieron el 95% de sus asesinatos tras la muerte de Franco”, recuerda el investigador.
Camareros perplejos
Eva Forest estuvo entre otros adulteradores del relato. “Intentó implicar al PCE en el crimen para que la Policía fuese por ese camino, lo que creó gran confusión, ya que se llegó a afirmar en la prensa que comunistas y etarras habían colaborado, llevó a la detención de inocentes, permitió que los autores materiales de la masacre escaparan y sirvió de combustible a una campaña de intoxicación del servicio secreto franquista SECED. No es de extrañar que el PCE ordenase a sus abogados no defender a los procesados”, explica Fernández Soldevilla.
Recuerda el historiador que “evidentemente, a partir de entonces el PCE tuvo una actitud muy distinta con la banda, que se volvió de condena rotunda en cuanto se recuperó la democracia. Como ha estudiado mi compañero Raúl López Romo, las primeras manifestaciones contra el terrorismo de ETA que tienen lugar en Euskadi las organiza el PCE”.
La mentira y la posterior desmemoria y abandono han supuesto una segunda aflicción para las víctimas. De 83 afectados, solo a 11 los ha indemnizado el Estado.
Con aportaciones de EFE, la Fundación Víctimas del Terrorismo (FVT) ha montado la exposición ‘Cincuenta imágenes para la memoria’, repaso en paneles gráficos que se inaugura este lunes en un edificio de la Comunidad de Madrid, a 20 metros del lugar de los hechos. “Hemos querido que la muestra sea sobre todo un inmemorian de las víctimas de aquel atentado, las grandes olvidadas”, explica el responsable de comunicación de la FVT.
En la acera de enfrente, tras la fachada de la vieja Rolando hay hoy un moderno restaurante argentino, La Adriana. Ninguna placa recuerda en la pared de granito lo que ocurrió. Los camareros se quedan perplejos al enterarse de la historia. “¿Y dónde dice que pusieron la bomba?”, preguntan mirando al comedor.
Siendo alcaldesa de Madrid Ana Botella, un pleno aprobó que el consistorio colocaría placas con los nombres de las víctimas en cada punto de la ciudad donde el terrorismo segó vidas. El proyecto quedó en el olvido con la alcaldía siguiente, de Manuela Carmena.
Cuenta el gallego Barral que lo que siente 50 años después no es rencor, “pero sí me indigna -explica- que se haga hoy lo que en los 70: conformarse con un relato de concordia. Concordia no es equidistancia. Concordia no puede haber sin dejar claro antes quiénes eran buenos y quiénes malos”.
Los “objetivos”
“Lamentablemente, cincuenta años después hemos aprendido poco del primer atentado de ETA con víctimas indiscriminadas”, concluye Barral.
No les salió el plan a Forest y los duros de ETA: mandaron al cementerio a un solo policía; las demás víctimas mortales fueron gente de la calle y empleados del local. Marceliano Gutiérrez vio espantado sus cuerpos entre los escombros. El 13 de septiembre de 1974 era un policía de 24 años que tomaba café en la barra. “¿Objetivo? -dice con ironía- Allí eras objetivo solo porque estabas ahí”.
Si hoy pasara por la calle Correo con un desconocedor de lo que pasó, Gaizka Fernández Soldevilla abreviaría el relato: “Le diría que unos terroristas pusieron allí una bomba a la hora de la comida y mataron a 13 personas. Y que, aunque la banda ya no existe, todavía hay quienes creen que el fin patriótico justificaba esos medios sangrientos”.
Recoge su libro el asombro del director del Hospital de la Cruz Roja de Madrid ante las heridas atroces de las personas que le llegaban aquella tarde, machacadas por las tuercas. “En mi vida he sacado de unos cuerpos más metralla que ahora”, relató.
Los autores del bombazo sabían que se llevarían por delante a personas de todo tipo. Y Gutiérrez pudo ser uno de ellos, pero no le había llegado la hora. Salió por la ventana empapado de la sangre del camarero que le atendía, con los tímpanos rotos y escalando cascotes como un zombi. Durante seis meses de baja, “un enfermero me fue quitando trocitos de cristal de la cara con paciencia monacal”, recuerda.
Cincuenta años después, Marceliano Gutiérrez no tiene mucho que comentar cuando este diario le recuerda que los asesinos viven en Bayona y nunca han pedido perdón. “Sinceramente, no sé qué les diria -responde con hastío- Quizá por qué. ¿Por qué os hicísteis dueños de nuestras vidas? Nadie es dueño de la vida de otro. Nadie”.