En la política, como en otras actividades humanas, puede haber individuos excepcionales que persiguen la armonía, el equilibrio, el interés de la mayoría, lo que entendemos por el bien común. Desgraciadamente no abundan. Ni siquiera en aquellos sistemas políticos en los que la representación fidedigna de la voluntad ciudadana está asegurada. El poder concebido como servicio público al que sacrificar los intereses exclusivamente egoístas es, a menudo, una rareza. En la práctica, no sólo en las dictaduras, también en las democracias, es como un panal de miel para las moscas, un imán para obtener reconocimiento y satisfacer el ego en el mejor de los casos; para obtener beneficio económico en el peor de ellos. Pero centrémonos en el perfil de los más deletéreos para las sociedades, los más comunes. Entre ellos pueden darse aquellos que, siendo individuos excelentes en la vida social son perjudiciales en el poder: los diletantes: David Cameron y su referéndum del Brexit. Tienen tendencia a desconocer las infinitas dificultades del ejercicio del poder y a proponerse objetivos de un calado para el que no tienen ni recursos ni fuerzas suficientes. Fracasan ellos y la ciudadanía sufre las consecuencias. Los peores son los que, incapaces de encauzar la vida profesional que redunda en autonomía personal, dirigen sus esfuerzos a inscribirse en la mendacidad del servicio público para obtener beneficio personal. A ese objetivo sacrifican sin demasiado esfuerzo la delgada pátina de principios y decencia que pudieran albergar.

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