Mi gata se llama Baldufa. Apenas me deja acariciarla y solo en instantes de arrebato afectuoso se acerca y se incrusta contra mí para que le dé cariño. La maniobra dura escasos segundos: yo la masajeo, ella ronronea y en un visto y no visto hace un amago de atacarme y se larga, aparentemente indignada. Pero seguimos conviviendo. Yo la alimento y protejo, y ella, al principio, hace unos diez años, mantenía a raya a las cucarachas. Ahora ya no. Hace mucho tiempo que convivo con gatos y siempre eran mimosos y me acompañaban. Esta es la excepción, pero me ha tocado y me aguanto. También he tenido perras longevas y peludas que al morir me han dejado tan hecha polvo que me he vuelto egoísta y no quiero más.
Me encantan los animales, desde cría. Cuando leí Aventuras de Diógenes el basset, me manifestaba diariamente por el largo pasillo de mi casa arrastrando una pelota atada a una cadena gritando «¡Ven Diógenes, vamos!». Reivindicaba tener un perro igual que mi adorada Jorge, de los libros de Los Cinco. Así día tras día, hasta que mi madre me amenazó con llevarme al psiquiatra. Palabras mayores. Me resigné y sin permiso previo me compré un periquito. Lo llamé Crispín (influenciada por el Capitán Trueno) y vivió hasta que nació mi hija pequeña. Lo sacaba de la jaula, picoteaba los bordes de mis apuntes, dormía en mi cuarto, silbaba entusiasmado cuando sonaba el timbre y alguien llegaba… Llegó a ser aceptado por toda la familia y a veces se posaba en la calva de mi padre, hecho que él hacía creer que le molestaba.
¡Ah! Y cuando elegí carrera universitaria inicié veterinaria, de la que tengo dos años completos aunque luego, por circunstancias personales, convalidé con Biología y en eso me licencié. En resumen, soy defensora de los animales, de las que se han formado por su cuenta y que se mantienen en sus convicciones. Pero me siento poco identificada con algunas de las prácticas animalistas actuales. Repito, algunas, solo algunas, que considero extremistas, perjudiciales y falsas. Por ejemplo, los carteles o las pintadas en que se increpa como asesinos a quienes comen carne.
Leo en Diario de Mallorca que ha sido imposible llegar a un acuerdo sobre el protocolo de colonias felinas entre la multitud de asociaciones proteccionistas de animales y los responsables de Cort. En realidad se trata de un documento técnico que no dice nada nuevo, y que ayudará a acceder a subvenciones estatales para conseguir esterilizar, desparasitar y mejorar la vida de los gatos que viven en la calle. El objetivo a futuro es no haya necesidad de las citadas colonias, porque la población se haya reducido a mínimos.
Sé de las numerosas reuniones que, sobre estos y otros temas, se mantienen desde el Departamento de Medio Ambiente del Ayuntamiento. Me consta porque fui víctima de una de ellas, que duró 45 minutos más de lo previsto. Yo esperaba pacientemente en un sofá del pasillo para hablar con el regidor del ramo de otro tema vital para la ciudad, las pintadas vandálicas. Tenía cita previa, como ven muy poco puntual, en beneficio de un acuerdo animal que parece que no llegó.
Las colonias felinas están reguladas. Se deben aprobar por decreto y ahora hay activas en la ciudad de Palma unas 160. Cada una cuenta con tres personas voluntarias, con su carnet y las normas establecidas. Solo se puede dar comida seca y se debe retirar la sobrante al cabo de unas horas.
Me falta información sobre las características sanitarias y estéticas de los refugios gatunos instalados en lugares públicos y privados. Pero es de lógica que no puedan afectar negativamente al paisaje urbano ni al disfrute del Patrimonio, y es por eso que considero que se debería retirar todo el chabolismo felino que se ha ubicado sobre los restos medievales a la espalda del Baluard, en un rincón que limita con la plaza Porta de Santa Catalina y que está dedicado a la memoria de Bonet de Sant Pere. El espectáculo resulta lamentable y muy poco respetuoso con los vestigios históricos. Y lo mismo diría de los iglús, antes de recogida de vidrio y ahora reutilizados como refugio y diseminados por lugares emblemáticos del Centro Histórico. Hay que replantearse su sustitución por otros elementos menos impactantes y más apropiados. Seguro que, si se quiere, se puede llegar a un acuerdo del que todo salga beneficiado: el cuidado de nuestro entorno y la vida digna de las gatas y los gatos. Otra cosa sería cerrarse en banda y no atender a razones.
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