El 11 de mayo de 1935, abría sus puertas en el Ateneo de Santa Cruz de Tenerife la Segunda Exposición Internacional del Surrealismo. La muestra, que contó con la presencia del líder del grupo, el poeta André Breton, constituyó un suceso extraordinario para el Archipiélago de la época y, entonces —y aún hoy—, una referencia mundial de las actividades del movimiento.
La iniciativa se produjo gracias a la mediación del pintor canario Óscar Domínguez y el equipo de redacción de Gaceta de Arte (1932- 1936), una revista editada en Tenerife que dirigía Eduardo Westerdahl, la principal publicación de la vanguardia española.
Según el trabajo de la profesora de Arte Contemporáneo Pilar Carreño Corbella para su libro Los surrealistas en Tenerife en el que la estudiosa aporta documentación inédita sobre aquella visita y la exposición, cuando Domínguez entra en contacto con el círculo surrealista de París se empieza a gestar la llegada de Breton a la Isla. «Creo que Domínguez, para ganar posiciones dentro del grupo, les habló de Tenerife, de las playas, de un lugar de ensueño, del trópico… Y les organizó un viaje. El contaba aquí con el apoyo del grupo de Gaceta de Arte y les escribió diciéndoles que Breton quería venir», explicaba Carreño en una entrevista con motivo de la edición del libro. El tema quedó estancado hasta que Westerdhal se movió entre sus amistades y la gente de la revista, consiguiendo unas dos mil pesetas de la época para empezar a cubrir los gastos.
En el Ateneo de Santa Cruz de Tenerife se exhibieron en total 77 obras de una nómina imponente de autores de lo más granado del surrealismo europeo y nacional. Arp, Brauner, Chirico, Dalí, Domínguez, Ernst, Tanguy, Valentine Hugo, Magritte, Miró, Oppenheim, Picasso, Man Ray, Styrsky, Duchamp, Giacomett, l-Iehry, Marcel Jean, Styrsky, Hans Bellmer, Dora Maar…
En aquellos días de mayo de 1935, la sociedad tinerfeña de la Segunda República contempló atónita las propuestas artísticas entre las que se encontraban La libre inclinación del deseo (en la imagen) y El reflejo craneano, de Salvador Dalí. Los visitantes podían hacerse con auténticas gangas: los cuadros de Dalí costaban unas 1.200 pesetas y se podía adquirir un Miró por solo 250. Sin embargo, ni una sola obra mereció la inversión de la burguesía santacrucera.
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