En la última edición de la Feria del Libro en el parque madrileño del Retiro, me acerqué una tarde a la caseta en la que firmaba un poeta amigo. Le pregunté por qué gente culta, conozco bastante, es reacia a leer poesía: «¿cómo van a leer poesía si se pasan todos los días varias horas con las redes sociales, los mensajes electrónicos…?», me contestó.
No sé si esta es la razón, habrá otros motivos, supongo, pero es cierto que para leer poesía hace falta un poco de sosiego, de silencio, de capacidad para captar todo lo que nos revelan los versos: ideas, intuiciones, emociones, imágenes, ritmo… Por otro lado, no se lee poesía como una novela, un ensayo… Para la lírica, no puede haber prisa: nos acercamos a un poema, lo asimilamos, más tarde quizá volvamos sobre él, o pasemos a otro. Pero puede ocurrir que nos enganche el poemario y no podamos dejarlo tan fácilmente, como me sucedió hace bastantes años con la primera lectura de La casa encendida de Luis Rosales o con Sepulcro en Tarquinia de Antonio Colinas, en la estación madrileña de Atocha. Habrá versos que poco nos aporten y no pasa nada, mientras que otros nos herirán profundamente. Recuerdo, por poner un ejemplo, el impacto de la primera vez que leí este endecasílabo de Quevedo: soy un fue y un será y un es cansado o la escueta y estremecedora verdad de estos versos manriqueños: En la su villa de Ocaña // vino la muerte a llamar // a su puerta.
Quizá también los poetas tengamos algo de culpa, porque los hermetismos vanidosos nada ayudan a atraer a los lectores. Coincido con Eloy Sánchez Rosillo en que un poema nos tiene que conmover, lo cual no es, en absoluto, sinónimo de cursilería lacrimosa. No hace mucho, un profesor de un colegio vallisoletano me hizo una observación que me pareció muy interesante: para coger el gusto por la poesía, hay que comenzar desde muy jóvenes, para que aprendan a captar el ritmo, se familiaricen con el lenguaje poético… Otro modo de atraer son los recitales, porque la buena lectura de poesía en voz alta hace que incluso poemas malos o mediocres mejoren, por lo tanto, no digamos de los efectos que suscita la lectura cuidada de un gran poema.
He leído recientemente tres magníficos poemarios: Va oscureciendo del cordobés Alejandro López Andrada (evocador de su tierra y su infancia, editado por Hiperión), Cuerpo humano del tinerfeño Carlos Javier Morales (un torrente sobre el amor, en Renacimiento) y Un enigma ante tus ojos, el segundo poemario de la colombiana Marcela Duque, con raíces filosóficas y agustinianas (Cuadernos de Poesía Númenor). Lean poesía, merece la pena.