AGOSTO se termina, como estaba previsto. Es algo que uno no tiene muy claro los primeros dos o tres días del mes, cuando el mundo es nuevo y el agua de los sueños es azul. Agosto siempre tuvo algo de invento improbable, de mes fuera de la realidad, sobre todo por ese gozo que nos proporciona la destrucción de los horarios, quizás uno de los mayores síntomas de libertad.
Querríamos que estos agostos de la madurez fueran como los veranos de la infancia, que nos parecían eternos y a la vez urgentes, porque no había tiempo que perder para ser felices. Querríamos recuperar aquel momento de extraña alegría que tenían las noches en la plaza del pueblo, aquella brisa que no era necesario comprar, porque es bueno tener un pueblo en verano. Querríamos aquel agosto que nos parecía salvaje, aunque sólo era pobre y gris, el mundo en jirones de los años sesenta, los padres tristes y sin posibles, pero nos bastaba el agua del río y el fútbol en los sotos. Y llegar tarde a casa.
Pero hemos crecido demasiado para agosto, que ahora puede ser un mes terrible y vengativo. No sólo por el calor desatado, sino porque ya no creemos que el tiempo sea eterno, como nos lo parecía entonces, y la muerte, a pesar de tanta modernidad, empieza a acechar en las esquinas del calendario. Tal vez agosto no es un mes para viejos. Pero morirse no está bien visto en el mundo rico, aunque los muertos sean siempre tan educados, y el mercado quiere un aire juvenil y estratosférico, gente que no se desconecte, que deje un rastro de festivales y playas ardientes, antes de que alquilar un piso en septiembre se convierta en una bofetada de realidad.
Aquel agosto de las higueras incipientes, del agua fría de los ríos de interior, donde olvidábamos el mal y encontrábamos los síntomas del paraíso, donde nos sumergíamos en tardes eternas de metempsícosis, se ha convertido ahora en un continuum del invierno, ha perdido sus viejas defensas, su condición de territorio hueco y vacío, donde nada ocurría, donde nada importaba, salvo la creencia de que ningún resentimiento podía sobrevivir a los días de sol.
Nada de eso queda, quizás porque nos ha podido el horror al vacío. El mundo contemporáneo no soporta un instante de silencio ni un paisaje desnudo. Nos apoyamos en el ruido, nos mantenemos en pie con tantas palabras erizadas, vivimos de esa extraña casquería sintáctica que arroja sobre el escaparate de los días fragmentos de frases de desaprobación y odio, vísceras humeantes que nada dicen a los arúspices frustrados, algoritmos de improbable belleza. Agosto viene como un turbión dialéctico, que encuentra las avenidas trilladas del curso político, que no se detiene ni se embalsa, ni se pacifica, pues hay que tener al personal alerta, antes de que desembarquemos en septiembre.
Agosto es ya un mes más, salvo para algunos, un mes de gran ruido político y declaraciones feroces, un mes en el que se cruzan en el azul yates y cayucos. Mientras se espera la dana final que refresque la tierra reseca, agosto se escapa como la arena del reloj, como la arena de la playa entre los dedos. Llegará septiembre con los racimos del otoño y con su carga de nubes negras, y con la ilusión de los pupitres primeros, y con el terror a los relojes.
Agosto se termina, como estaba previsto. Hemos atravesado en poco tiempo, cada vez menos tiempo, este paréntesis del calendario, fiero de sol y de tormentas. Volvemos sobre el asfalto en ebullición, sobre la política en ebullición. Kamala contra Trump en la distancia, esa cruda batalla de noviembre, donde tanto se juega para el mundo. Y aquí, ya lo saben, mil huracanes a la vista en el rompeolas de las bancadas parlamentarias y en los platós de las televisiones. Y Broncano, fichaje para el teatro del absurdo, nuestro género literario favorito, junto con la novela picaresca. Vamos allá.