La justicia tailandesa trazó la línea recta: la relación de causalidad, que no de casualidad, cuando un tipo compra una sierra y el día siguiente trocea a otro. El asesinato con premeditación por el que Daniel Sancho ha sido condenado esta mañana a cadena perpetua es el desenlace más fiel a las apariencias, el cartesianismo y la casuística judicial tailandesa. Lo otro hubiera sido difícil de explicar.
De la pena de muerte ha escapado, según sus abogados, por su gran labor de defensa. Fue, según la sentencia, por su cooperación. Sancho accedió a reconstruir el crimen con la policía, en unas imágenes mil veces vistas, antes de echarse atrás de sus confesiones. Solo eso evita la absoluta catástrofe en una sentencia que reconoce todos los cargos presentados por la Fiscalía: asesinato con premeditación, destrucción de documentación ajena y, el único que había admitido Sancho, ocultamiento de cadáver. También incluye una indemnización de 106.000 euros, muy inferior a los casi 800 mil solicitados por la familia del exitoso cirujano.
El trámite fue más sucinto de lo anunciado. Apenas hora y media después de que empezara la lectura de la sentencia en la Corte Provincial de Samui era devuelto Sancho en un furgón blindado a la vecina prisión en la que ha permanecido durante un año y de la que se despedirá en breve. La abogada de la acusación desveló que había llorado y mostrado su arrepentimiento. Otras fuentes añadieron que estuvo entero, se abrazó a sus padres tras el veredicto y repitió al tribunal que mató a Edwin Arrieta en defensa propia cuando fue preguntado si entendía el fallo. Minutos después prometía su padre, el actor Rodolfo Sancho, que «seguiría peleando» y el cerebro de la estrategia de la defensa, Marcos García Montes, endulzaba como podía el naufragio: Sancho es un preso preventivo aún con apelaciones pendientes, que no condenado en firme, y le habían librado del cadalso.
Recursos
A Sancho le restan recursos en el Tribunal Provincial de Surat Thani y el Supremo. La experiencia no aconseja el optimismo. Las instancias superiores no acostumbran a modificar cuestiones sustanciales de la sentencia original. Apenas permiten una comparación con casos similares en las que el reo salió mejor parado para limarle algunos años a la condena. El horizonte vital de Sancho ha quedado fijado esta mañana en Samui. No recurrirá la familia del fallecido, tan religiosa que no ansía la pena de muerte para el condenado ni que se airee más la homosexualidad de su hijo. Su abogado, Juango Ospina, contribuirá al traslado del acusado a España en cuanto Sancho reconozca su crimen y se disculpe.
No será inminente. El acuerdo que firmaron España y Tailandia en 1983 contempla cuatro años cumplidos de cárcel tras la sentencia firme. Sumémosle los dos, aproximadamente, que exigirá la previa resolución de los dos recursos y lo que tarden ambos gobiernos en aceptar la solicitud. Siete, siendo optimistas, en un presidio tailandés.
La sentencia ya había sido revisada por cinco magistrados. Ese trámite sugiere tanto la admisión de que algo falla en el sistema como el propósito de enmendarlo. En China, por ejemplo, la obligación de que el Tribunal Supremo selle las condenas a muerte llegó tras ejecuciones dictadas por jueces locales que no contemplaban un crimen sin castigo y atendían confesiones policiales arrancadas a guantazos. En Tailandia responde a la corrupción enquistada: es más complicado untar a seis jueces que a uno. La justicia tailandesa, que goza de mejor reputación que la policía, se ha ventilado el caso en apenas un año y todas las partes han subrayado sus garantías procesales y pulcritud. No es un asunto menor cuando las tertulias televisivas españolas han descrito Tailandia como una república bananera.
Es improbable que ningún tribunal sensato hubiera despachado una sentencia muy diferente. Tres cuerpos policiales, tres, concluyeron que la muerte de Arrieta fue planeada: el local, el provincial y el turístico. Grabaciones de cámaras corroboraron el febril acopio de armas punzantes y cortantes en la víspera de la muerte y Sancho confesó su crimen a todo el que quiso escucharle durante semanas. El cuadro sugería lo habitual en Tailandia en casos similares: la confesión y el arrepentimiento para una condena misericordiosa. Esa fue la estrategia de sus dos primeros abogados locales y la que aconsejan todos los expertos consultados por este diario.
Arriesgada estrategia de defensa
Dimitidos o despedidos, aquellos dejaron sitio a un nuevo equipo que ordenó parar y presentó pelea. Una misión quijotesca contra los elementos que, si salía bien, les habría procurado un lugar preeminente en la historia judicial tailandesa, pero que ha chocado contra los molinos de viento. Su propósito incluía otro elemento arriesgado: ensalzar la pulcritud judicial tanto como denostaban las añagazas policiales. Era quimérico, señalan analistas, que el tribunal echara a los leones a un cuerpo con el que tienen que trabajar a diario.
Durante las cuatro semanas de juicio oral no pareció una temeridad. Dio esperanzas a un reo desahuciado, la defensa repetía que los testigos desactivaban la premeditación y el fiscal admitió lo difícil que era probarla. El resultadismo desliza hacia la crítica y apuntala la apuesta conservadora. Digamos simplemente, pues, que la sentencia es la que habían pronosticado todos los analistas locales. Sostiene el equipo de Sancho que el fallo no atiende a lo sucedido en el juicio pero evita criticar a la justicia que atenderá sus recursos.
Ha pasado un año desde que Sancho y Arrieta se citaron en la vecina isla de Panghán para disfrutar del delirio de alcohol, drogas y música atronante del festival de Luna Llena. Nunca la disfrutaron. Sobre lo que ocurrió en las horas previas en aquel hotel de la punta septentrional ha fallado esta mañana el tribunal: no fue un desnuque fortuito tras repeler una agresión sexual sino una ejecución sumaria. A Sancho le quedan muchas lunas llenas en una celda tailandesa.