No hay figura en un terreno de juego que se acerque más peligrosamente a la condición de poeta que la del portero, siempre flotando en el hueco que queda entre el pánico existencial y el elogio desmesurado. No hay sentimiento íntimo más exhibicionista que el amor y Mestalla tendrá un año por delante para expresar su pasión por el mejor portero del mundo. En estas horas, el valencianismo llora y sonríe a la vez por el destino de Mamardashvili, como el universitario se despide de un amor que viaja de Erasmus y sabe que lo perderá para siempre. No hay nada que celebrar. Sólo cabe desearle lo mejor.
Como todas las cosas especiales de la vida, Mamardash llegó sin buscarse. Apareció como portero para el Mestalla y sin pasar por ahí subió al primer equipo. Hace un año no paraba ni un penalti y ahora es un auténtico especialista. A Antonio López, su descubridor, y a José Manuel Ochotorena, su pulidor, habrá que reconocerles como los grandes héroes anónimos.
Aburre la idea de rendirse a una persona y adorarla incondicionalmente, pero tenemos que admitir que nos enamora y nos emociona la facilidad con la que algunos seres logran normalizar lo extraordinario. Hay que ser muy bueno para conseguirlo, pienso, mientras trato de buscar las palabras para explicar lo que hace Mamardashvili bajo palos. Dicen que el mundo laboral del futuro será de aquellos que mejor sepan concentrarse. Durante el tiempo en el que busco un adjetivo, él consigue demostrar un repertorio de reflejos infinito.
Decía el mítico Gordon Banks, “cada gol es como un cuchillo en las costillas”. Seguramente, nos espera ver cómo llega el 112 alguna vez a la portería del Valencia para asistir a su gigante herido. De lo que no cabe duda es de que miles de aficionados sentirán ganas de hacer esa última llamada telefónica antes de que se desangre para poder darle las gracias por su excelencia y su amor por este sentimiento. Los enamorados impenitentes son así.
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