En la subida a Hazallanas, de lo más parecido al infierno que debe existir en la tierra, nadie protestaba cuando los aficionados les vaciaban una botella entera de agua sobre la cabeza. En otros puertos y en circunstancias parecidas, los ciclistas no quieren ser regados por los seguidores, prefieren vivir con su propio sudor y ser ellos los que decidan cómo y cuándo se quieren hidratar.

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