A estas alturas es difícil encontrar personas que no conozcan, aunque solo sea de oídas, a Mary Poppins, un personaje literario inventado por Pamela Lyndon Travers, quien le fue dando vida a través de una serie de libros publicados a lo largo de casi seis décadas. La fama no le llegó hasta que en 1964 fue llevada al cine por Walt Disney, responsable de una maravillosa película musical sobre una familia inglesa de principios del siglo XX, los Banks, cuya vida se ve alterada con la llegada de una niñera mágica, caída del cielo procedente de no se sabe bien dónde, que debe cuidar a los dos niños rebeldes del clan. “[Mary Poppins] No es un ángel ni un demonio, una santa o una bruja, ni mucho menos un fantasma. Si a algo podría asemejarse sería a una musa griega, por su carácter inspirador, o a un hada de la tradición celta, por la labor mentora que ejerce con los niños a su cuidado”, comenta la historiadora María Tausiet en su libro Mary Poppins. Magia, leyenda, mito (ABADA), dedicado a un personaje que supuso la irrupción de la figura mágica femenina en la literatura juvenil.
Pero tan misteriosa o más que Mary Poppins era Travers, que nació en el Estado australiano de Queensland en 1899 y era hija de un director de banco alcohólico que murió cuando ella tenía siete años, hecho que la empujó a buscar durante toda su vida a un señor Banks que la cuidara y mantuviera. Lectora voraz, empezó a escribir cuentos de niña. Sus principales influencias, según comentaba ella misma, fueron los cuentos de hadas y la Biblia. Comenzó su carrera como actriz a los diez años, cuando fue elegida para una producción de El sueño de una noche de verano, y de adolescente hizo una gira por Australia con una compañía de Shakespeare. Fue en 1924 cuando se marchó a Inglaterra, donde se convirtió en seguidora de la escuela esotérica llamada teosofía y en discípula del famoso gurú espiritual Gurdjieff. Allí también empezó a colaborar con poemas en The Irish Statesman, una publicación dirigida por el poeta George Russell, quien contribuyó a despertar su interés por el mundo de la mitología. Tanto es así que la autora recurriría al mito para fabricarse una imagen de mujer inglesa de clase media alta, hija de un señor irlandés que llevaba una plantación de azúcar, y con una perfecta dicción británica que no dejaba ni rastro de sus raíces australianas.
Durante un tiempo, Travers se ganó las habichuelas trabajando como periodista independiente y crítica teatral, utilizando varios seudónimos. Pero algo cambió en 1934, cuando, animada por sus amigos, plasmó en papel una historia que, en realidad, había surgido en su infancia, durante una noche de tormenta en la que su angustiada madre salió de casa gritando que se iba a tirar a un arroyo cercano. Al ver el pánico dibujado en el rostro de sus hermanas, Travers, que entonces contaba once años, sentó a las pequeñas frente al fuego y empezó a contarles la historia de un caballo mágico que podía volar por los aires y galopar por los mares, lo que sirvió para calmarlas. Tiempo después declaró su certeza de que el animal corría bajo tierra y acabó apareciendo como Mary Poppins. Sea como fuere, el primer libro de este personaje, que no estaba destinado especialmente a los niños y en realidad hablaba del viaje hacia la plenitud psíquica de todos los protagonistas, fue un éxito inmediato de crítica, y ya al año siguiente apareció una secuela.
Las dos hijas que Walt Disney tuvo con su mujer Lillian eran tan devotas de aquellos libros que pronto le hicieron prometer a su padre que los convertiría en un largometraje. Y en 1938, el artífice de uno de los mayores imperios de la industria del entretenimiento se afanó en comprar los derechos cinematográficos a Travers, que recibió con escepticismo su oferta, pues temía que los estudios, que ni siquiera habían producido aún ningún filme de acción real, sentimentalizaran sus oscuros relatos sobre la vida infantil en la época eduardiana. Tras años de arduas (y a veces tensas) negociaciones, reflejadas luego en la película Al encuentro de Mr. Banks (2013), la autora cedió a cambio de 100.000 dólares, un 5% de las ganancias y cierto control sobre el guion. Un guion al que puso numerosas pegas: que si no quiero un romance entre Mary Poppins y su amigo el simpático deshollinador Bert, que si detesto la secuencia de dibujos animados, que si patatín o que si patatán. De hecho, durante el proceso de producción Travers quiso diseñar los decorados, elegir el vestuario y modificar las canciones —aunque en realidad no quería ninguna canción—.
Disney acabó hasta la coronilla de sus constantes exigencias, hasta el punto de que no la invitó al estreno del filme en Los Ángeles. Pero ella consiguió una entrada y se plantó allí igualmente. Y durante la proyección lloró de rabia al sentir que Disney había trivializado su libro, transformándolo en un musical empalagoso. No entendía el exceso de optimismo, ni tampoco que se hubiesen eliminado los aspectos más duros del carácter de Mary Poppins, que en sus libros se presentaba como una mujer más simple, remilgada y autoritaria. “Creo que me molestó verla tan externalizada, tan simplificada, tan generalizada”, dijo la autora en una entrevista en 1967. “Creo que ‘Mary Poppins’ necesita un lector sutil, en muchos aspectos, para captar todas sus implicaciones, y entiendo que estas no pueden traducirse en términos de la película”. Con el tiempo, el escritor británico Brian Sibley, que fue su amigo durante años y trabajó con ella en una secuela cinematográfica que nunca se llegó a rodar por problemas de producción y casting, aseguró a un diario español que “era importante para ella defender la integridad de su personaje, pero también era una pragmática, sabía muy bien que Walt Disney había ayudado a alargar la vida de sus libros y apreciaba las ganancias que le reportó el filme”.
Desde luego, el éxito del largometraje, ganador de cinco premios Oscar, saneó las cuentas de Travers, una mujer oscura y reacia a manifestar su interior. Nunca se casó, aunque sí estuvo enamorada de varios hombres mayores y durante más de una década vivió con una fotógrafa llamada Madge Burnand en una casa de campo de Sussex. Su relación fue algo espinosa y, después de que Magde se mudara, la autora, que ya rozaba los cuarenta, intentó infructuosamente adoptar a su criada adolescente. Al final consiguió separar a dos gemelos —pudo elegir al niño que más le gustaba— para adoptar a uno de ellos, Camillus. Según consta en su biografía, Travers empezó a usar un anillo de bodas e hizo creer al muchacho que “papá había tenido algún tipo de accidente y había muerto en el trópico”. A los 17 años, Camillus se encontró en un bar, por casualidad, con su hermano gemelo, que más tarde se presentó sin previo aviso en casa de Travers. Se dice que la escritora se desmayó al ver a los dos hermanos juntos de nuevo, pero que al recuperar el conocimiento, lejos de pedir perdón por sus mentiras, estalló a gritos con el inesperado invitado —y también que aquella decepción tuvo mucho que ver con los problemas de alcoholismo y la sensación de vacío que arrastró Camillus hasta el final de sus días—.
Las siguientes décadas dieron una de cal y otra de arena a Travers, que en 1976 vio cumplido uno de sus grandes deseos al ser fichada como editora consultora de la revista neoyorquina Parabola, dedicada a la exploración académica del mito y la tradición, y a principios de los ochenta se llevó una desagradable sorpresa cuando Mary Poppins fue prohibido en las bibliotecas públicas de San Francisco debido a la preocupación que suscitaba el trato que recibían los miembros de ciertos grupos minoritarios. Travers llegó a reescribir un capítulo titulado Un martes desgraciado, sustituyendo los personajes humanos por animales, pero en ningún momento admitió sesgos racistas en su obra. “No lo he hecho para disculparme por nada de lo que he escrito”, dijo. “La razón es mucho más sencilla: no quiero ver a Mary Poppins metida en un armario”.
En los últimos años, a medida que su salud empezaba a deteriorarse, la autora se fue recluyendo poco a poco en su casa, un adosado de arquitectura georgiana ubicado en el barrio londinense de Chelsea. Su último libro, una colección de ensayos titulada What the Bee Knows, salió publicado en 1989 e incluía sus reflexiones sobre la astrología, la reencarnación y los periodistas que hacen preguntas “estúpidas”. Según Valerie Lawson en la biografía Mary Poppins, She Wrote: The Life of P. L. Travers (Simon & Schuster), “cuando cumplió los 90, su atención se centró en planificar su funeral. Y anunció que no quería que su esquela mortuoria ‘revelara ningún dato personal’”. Murió sin hacer ruido en abril de 1996, ya nonagenaria, diez años antes del estreno en Broadway del musical sobre su personaje más célebre.