Sentados en una trinchera, excavada en la tierra cerca de Chasiv Yar, tres soldados ucranianos de la Unidad Yasni Ochi –Ojos Claros– miran atentamente las pantallas de sus ordenadores, mientras manejan un joystick. La cámara del dron FlyEye, que han lanzado al cielo un rato antes, ya está enviando imágenes en directo de lo que queda de la ciudad de Bakhmut: escombros. De repente, se detienen en seco y amplían la imagen, parecen muy agitados: han encontrado un carro de combate enemigo. Es un objetivo de los buenos, un premio gordo para la artillería ucraniana.
El vehículo está detenido entre dos edificios bombardeados, con una parte a cubierto, pero se puede ver con claridad el detalle del cañón e incluso la red de camuflaje que lleva por encima. Así que los operadores de este «ojo volador» no pierden ni un segundo y llaman a la artillería de la 23 Brigada Mecanizada –a la que pertenecen– para enviar las coordenadas. Un minuto después, vemos el impacto a través de las pantallas, en tiempo real.
El carro ruso emprende la huida entonces, envuelto en una bola de fuego y haciendo eses. Va dejando una estela de humo que la cámara del dron sigue con precisión. El FlyEye está suspendido en el aire a dos kilómetros de distancia de Bakhmut, pero la nitidez de las imágenes que llegan a las pantallas de la posición de control es simplemente increíble.
Este vehículo no tripulado de reconocimiento aéreo –y de fabricación polaca– es uno de los más caros que ha adquirido el Ejército ucraniano, consciente de que una tecnología más avanzada puede marcar la diferencia en las misiones que se están llevando a cabo en los frentes de combate –donde no sobra la munición y tener unas coordenadas precisas pueden ahorrar muchos proyectiles–.
No hay muchos drones de esta clase, y los cuidan como si fueran oro. El equipo completo –formado por cuatro cabezas de dron, la estación de control y la antena– cuesta la friolera de 600.000 dólares, pero los pilotos que están a los mandos aseguran que vale cada dólar que cuesta. «Es el mejor zoom que existe para volar de día», explica Vova, el comandante de la posición. Pide que no fotografíe su cara, porque la mitad de su familia ha quedado bajo la ocupación rusa y puede ser peligroso para ellos.
La guerra en tiempo real
«La frecuencia en la que transmite este dron es muy difícil de rastrear, así que hay menos posibilidades de que lo localicen y lo derriben«, añade Vova. «Nosotros vemos a través de los drones, pero los radares pueden ver dónde están nuestros drones», explica mientras su compañero muestra la aplicación en la que se pueden ver los vehículos no tripulados que están en el aire en la zona –ucranianos y rusos–. «Esto es lo que localiza el radar ahora, mira, esto es un Orlan ruso muy cerca de nosotros», señala en la pantalla de su móvil.
«Si vosotros lo podéis ver en vuestros teléfonos, ¿las tropas rusas también podrán verlo en los suyos?», pregunto. «Supongo, por eso es bueno trabajar con un FlyEye», responde Max, el técnico de la posición. El hecho de que ambos ejércitos se monitoreen constantemente parece una locura, es la guerra en tiempo real, y si uno de estos drones te localiza puedes recibir un impacto de artillería en menos de un minuto.
Mientras los tres soldados continúan explicando los detalles de su trabajo en Yasni Ochi –sentados en la trinchera donde pasan diez horas al día–, el FlyEye vuelve de su primera misión de reconocimiento de la jornada. «La batería tiene una autonomía de unas tres horas, así que cuando transcurre ese tiempo el dron vuelve, se cambia la batería y se vuelve a lanzar», relata el técnico.
Salimos de la trinchera para ver el aterrizaje. Cuando está a unos cientos de metros, la cabeza del dron sale eyectada y despliega un pequeño paracaídas con el que amortigua el momento de tomar tierra. Las alas planean solas hasta el suelo. Y los tres integrantes del equipo corren para recoger todas las piezas lo más rápido posible, porque en ese momento están expuestos y pueden ser localizados por uno de los drones rusos que hemos visto en el radar.
El dron es completamente desmontable. Y después de aterrizar «por piezas» hay que volver a ensamblarlo. Max, el técnico, se encarga de ese trabajo: limpia la cámara, retira el polvo y los restos de vegetación que han podido quedar trabados, pliega de nuevo el paracaídas y revisa cada elemento. «Es ligero para lo grande que es –comenta–, pesa menos de 12 kilos y mide casi dos metros por la parte de las alas».
En realidad se asemeja a un pequeño avión, que puede alcanzar una velocidad de 120 kilómetros por hora, y que una vez lanzado al aire se camufla perfectamente con el horizonte por su color gris claro. Su cámara de alta resolución, su resistencia al viento y el hecho de que es difícil de detectar, le otorgan las características tácticas y técnicas por las que este modelo también ha sido adoptado por los Estados miembros de la OTAN.
Los drones cambian las reglas
Este tipo de drones de observación han sustituido a los soldados que antes hacían las misiones de reconocimiento. Sin esta tecnología –que operan jóvenes con un joystick en la mano a kilómetros de distancia–, los escuadrones de reconocimiento debían cruzar las líneas enemigas para encontrar los objetivos a batir. Y muchos no volverían con vida.
A día de hoy, la artillería no puede trabajar sin los grupos de drones. Estos ojos voladores son los que localizan los objetivos, y los que corrigen las coordenadas en tiempo real cuando fallan el disparo. Los vehículos no tripulados han cambiado las reglas de la guerra.
«Siempre se han usado drones en la guerra del Dombás –explica el comandante de la posición–, pero ahora hay más porque se han dado cuenta de que son simplemente imprescindibles». El problema es que Rusia lleva la delantera en estos momentos en cuanto a la cantidad y calidad de drones que posee.
Por eso, apostar por mejores tecnologías y formar al mayor número de pilotos posible parece ser la estrategia del Ejército de Ucrania en estos momentos, que no emprende ninguna operación sin el apoyo –imprescindible– de los grupos de drones.
Los pilotos, un objetivo
Una vez limpio y ensamblado de nuevo, el FlyEye emprende su segundo vuelo, escudriñando esta vez las afueras de Bakhmut. «Buscamos grupos de personas moviéndose en la misma dirección, vehículos blindados, caminos en los que de repente se levanta polvareda…» empieza a explicar el segundo piloto, cuyo nombre de combate es ‘Fortuna’.
Mientras hablamos, algo llama de nuevo su atención y amplía la imagen en la pantalla. Son varios soldados rusos caminando cerca de unos árboles. Se ve perfectamente que llevan casco y equipo de protección, recogen algo y vuelven rápidamente entre la vegetación. «Es una posición de drones enemiga», dice Fortuna.
«Es un buen objetivo, los pilotos de dron son buenos objetivos», afirma. «De hecho, supongo que nosotros también lo somos», reconoce con una expresión en la cara que refleja la ironía de la situación. «Es morir o matar, la guerra vino a nosotros, no la pedimos», zanja.
«Cada pocos días cambiamos de posición», interviene Max. «Hay que moverse para evitar que suceda algo como lo que acabas de ver, que un dron localice la posición», prosigue. Los momentos más críticos para que la posición sea descubierta es cuando se lanza el dron y cuando aterriza. Y esto sucede al menos tres veces al día.
Cuando el equipo del FlyEye termina su jornada, lo releva otro grupo que opera un dron equipado con una cámara térmica de visión nocturna. Las misiones de reconocimiento no se detienen ni de día ni de noche en el frente de combate del Donbás, donde lo que es «imprescindible» también es mirar al cielo antes de dar un sólo paso.