De estudiante durante la carrera leíamos en los manuales de climatología que en la región mediterránea no podían formarse ciclones tropicales porque no se daban dos premisas fundamentales para ello: el agua del mar no llegaba a tener 27ºC y en las capas altas de la atmósfera no había condiciones anticiclónicas que favorecieran la divergencia del aire.
En la actualidad ya no podemos decir lo mismo. Las aguas del mar Mediterráneo mantienen de forma continuada más de 27ºC durante varias semanas de julio y agosto. Y la dilatación que se está registrando en la célula de Hadley hacia latitudes medias permite tener condiciones anticiclónicas en las capas altas en los meses cálidos del año. Faltarían los mecanismos precursores y sería necesario que la cuenca mediterránea fuera más grande para que este tipo de formaciones pudieran recargarse en su desplazamiento.
De momento, lo que tenemos son fenómenos de inestabilidad muy enérgicos que ocasionan daños importantes cuando ocurren. Es el caso de la última DANA que ha dejado inundaciones importantes en localidades de Mallorca y Menorca, con lluvias de apenas una o dos horas. Si añadimos que en muchas localidades de la costa mediterránea el termómetro no baja de 20ºC durante casi tres meses al año, con un alto grado de humedad relativa, o que las borrascas atlánticas llegan con menor eficacia pluviométrica al conjunto de España, podemos pensar que nuestro clima está adquiriendo rasgos tropicales: calor más continuado, lluvias de tromba más frecuentes, condiciones para que se desarrollen procesos de inestabilidad propios de aquellas latitudes. Y todo ello tiene un elemento clave: un mar Mediterráneo que sigue batiendo records de acumulación de calor y temperatura y no sólo en verano.