Dice la ciencia que la realidad, tal como la conocemos, es el resultado de nuestras preguntas. Preguntemos:
-¿Tiene mérito que un joven o una joven pase los mejores 5 o 6 años de su vida estudiando 16 horas diarias para aprobar una oposición?
La respuesta es sí, evidentemente. Nos rendimos ante esa fuerza de voluntad y ante ese coraje no siempre bien recompensados (suspenden más de los que aprueban). ¿Quién no querría tener un hijo o una hija tan perseverantes?
Preguntemos ahora de otro modo:
–¿Puede quedar bien de la cabeza una persona que dedicó los mejores años de su juventud a estudiar 16 horas diarias para aprobar una oposición?
La respuesta es no, evidentemente. ¿Qué clase de progenitor elegiría la pérdida de la salud mental de su vástago a cambio de una plaza fija? Ninguno.
Ya ven, por un lado, nos fascina el mérito; por el otro, nos estremece que ese opositor (u opositora: limitaciones del genérico) alcancen puestos de responsabilidad cuyas decisiones lleguen a afectarnos.
La realidad, en fin, no es la realidad, sino el retrato que nos hacemos de ella en función de nuestro modo de interrogarla.
Hay otro asunto, y es que, cuando la interrogamos, nos creemos que nosotros no formamos parte de ella. Pero sí, somos uno de sus ingredientes, de modo que nos interesa mucho que la respuesta nos sea favorable. Si yo fuera juez, le pediría a la realidad que destacara mi sacrificio, que subrayara mis méritos. Si fuera una persona a la que ese juez niega el derecho a decidir sobre su vida, pensaría que no está en sus cabales porque malgastó su juventud.
El mundo es un desastre porque las preguntas que nos venimos haciendo sobre él desde el principio de los tiempos no son las adecuadas: están cargadas de intereses que no son los nuestros, sino de los que ganan las oposiciones o tienen la habilidad de montar un Mercadona. El problema de la vivienda, por ejemplo, tiene su origen en la respuesta que da el mercado a un derecho fundamental. ¿Por qué hemos permitido que sea el mercado el que pregunte? He ahí la cuestión.