Iosif Visarionovich Dzugashvili, más conocido como Stalin, ‘el hombre de acero’, es el georgiano más conocido a nivel global. Sus años al frente de la URSS, que empezaron en 1924, quedaron marcados por la industrialización, la victoria frente a la Alemania nazi y la represión con puño de hierro a la disidencia. Un legado que dejó una huella profunda tanto en los países exsoviéticos como en su patria de origen, Georgia. Incluso a día de hoy su mandato es algo incómodo. Gori, la ciudad donde nació el déspota, actualmente tiene una avenida en pleno corazón de la urbe y un museo sobre él.
Su legado no es simple en Rusia, donde actualmente una parte de la población lo defiende a capa y espada mientras que otra le desprecia. Entre sus partidarios se encuentran especialmente nostálgicos de la URSS y persona que valoran su rol en la Segunda Guerra Mundial. Al otro lado hay descendientes de intelectuales y minorías deportadas – como los calmucos o chechenos que fueron enviados al completo a gulags –. En Georgia el legado de Stalin es algo aún más complicado. Es un orgullo nacional de que uno de los personajes más importantes del siglo XX sea un georgiano, cerca de un 40% de sus compatriotas lo ven de una forma positiva. Pero todo el mundo conoce las purgas, los gulags y los asesinatos de millones de personas que caracterizaron su mandato.
Aunque Gori es una ciudad pequeña de solo 50.000 habitantes, ríos de turistas pasan por aquí para conocer el lugar de nacimiento del tirano. En los aledaños del museo a su persona, se encuentra la casa donde nació en 1878, perfectamente conservada. Aún queda alguna estatua suya en los aledaños, aunque la de mayor tamaño se retiró hace algunos años por la noche, para evitar protestas de sus partidarios, y ahora se encuentra en un polígono abandonado. Múltiples guías que hablan en inglés, japonés y vietnamita acompañan a los extranjeros y les cuentan los detalles sobre los documentos, fotos y objetos que pueblan la exposición del mismo museo. Solo entrar, en la primera parte, ya se puede albirar una de las citas que se le atribuyen. “Hubo muchos fallos, pero también muchos logros (…) Pondrán una capa de basura sobre mi tumba, pero el viento de la historia se lo acabará llevando” reza el cartel, situado en la primera sala. Él mismo sabía que sus “errores” serían recordados durante generaciones, tal y como evidencia todo lo que se ha escrito sobre él.
El camino al poder
En la sala dedicada a sus primeros años, donde es clave la actividad revolucionaria de Dzugashvili, ya se pueden ver algunos de los muchos retratos que alberga el museo, en este caso, de cuando era un joven que quería poner el mundo patas arriba. Aquí es donde, tímidamente, ya se menciona la represión contra los intelectuales georgianos en una serie de imágenes en las que se recuerda a algunos artistas que fueron represaliados y murieron en gulags en los años 30.
Esta persecución a la disidencia la tienen presente los habitantes de su pueblo natal. Sandro, un joven de Gori, cuenta que de su mandato recuerda que hubo “mucha represión”. Aunque no duda en usar esa palabra, denota cierta inseguridad con este tema y asegura que “en clase preferimos trabajar en otras cosas, aunque nos han contado algo sobre esa época”. Maia, una mujer de mediana edad, opina algo parecido y cree que su legado “fue más malo que bueno” y cree que es bueno que hoy “se pueda opinar así libremente”.
Aunque se mencionan detalles sobre el autoritarismo de Stalin, el principio de la exposición se centra mucho en como un chico que estudiaba para ser sacerdote ortodoxo terminó siendo el líder de una potencia socialista. En ella hay múltiples fotos de él de joven, además de algunos bustos de mármol del revolucionario. Aunque hay bastantes imágenes suyas con Lenin, con el que muestra buena sintonía, destaca una frase de Lenin en la que pidió a sus camaradas que “buscaran la forma de apartar a Stalin del poder y pusieran a otra persona al mando” de la URSS. Esa petición fue papel mojado y durante 30 años el georgiano hizo y deshizo como quiso, incluso enviando a un catalán, Ramón Mercader, a asesinar a Lev Trotski, su más acérrimo rival en el seno de los bolcheviques rusos.
Las salas posteriores están dedicadas a la industrialización de la URSS y la relación de Stalin con los artistas, que debían seguir los estándares del estilo del “realismo soviético”. En la planta de abajo, separada de la exposición principal, existe una sala más pequeña que habla, sin demasiado detalle, de los gulags y las multitudes deportadas. Aunque presenta algunas cifras y réplicas de un despacho del NKVD y un calabozo, es notable como esquiva algunos temas espinosos, como el Holodomor, la hambruna que mató a millones de personas en Ucrania y otras regiones de la URSS europea.
Líder del ejército soviético
Irakli, de mediana edad, admite que Stalin “era un tirano”. “Es cierto, millones de personas murieron. Pero Europa le debe la libertad a él, que fue clave en la derrota de la Alemania nazi” explica. Opina que “sobre él hay que leer mucho antes de poder pontificar” y remarca que no murió, que lo asesinaron. “Parece muy obvio que lo querían quitar de en medio” concluye. El haber liderado victoriosamente al Ejército Rojo contra el monstruo nazi le hizo ganar mucho del respeto que tiene actualmente Stalin entre sus compatriotas y otros ciudadanos ex-soviéticos.
Quizás por eso la sección del museo que habla del período de la Segunda Guerra Mundial es la menos crítica y también antecede a aquella dedicada al culto a la personalidad que promovió el régimen, con una colección de todo tipo de objetos con su rostro, la mayoría de ellos hechos en la URSS o en países del Pacto de Varsovia. Dos salas muestran todo tipo de adornos como alfombras hechas en Azerbaiyán y Turkmenistán, mosaicos de Tayikistán, murales hechos con hojas de tabaco de Moldavia, entre decenas de objetos parecidos enaltecen su figura, tal y como hacen los ‘souvenirs’ del mismo museo, donde hay imanes, tazas, camisetas entre otros objetos para poder lucir el rostro del ciudadano de Gori más universal.
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