Aun admitiendo que la vida –estos tiempos parecen confirmarlo– podría estar abocada a convertirse en una vacua sucesión de intrascendentes espectáculos carentes de sentido, neguémonos a aceptarlo. Sí, y neguémonos también a aceptar otro de los axiomas del pope situacionista Debord: aquel que afirma que, cuanto más se contempla, menos se vive. No, quizá la cuestión no radique tanto en el hecho de contemplar o aceptar reconocerse en las imágenes dominantes haciendo así cada vez más incomprensible la propia existencia y el propio deseo, como en replantearnos la mirada. Neguémonos. Volvamos más crítica la mirada. Seleccionemos los estímulos que estamos dispuestos a compartir, no con los otros, pues eso sería aceptar tácitos el espectáculo y someternos a representar un papel en el juego que se nos adjudicó sin nuestra previa aprobación, sino con nosotros mismos, con el reservorio que determina nuestra memoria.
Puede que COMPOSICIÓN NÚMERO 339 consista en una trampa dispuesta para atrapar nuestros sentidos y hacernos creer que, si seguimos la cadencia del color, las líneas y las formas, podríamos llegar a protagonizar Le Piège de Méduse. Una trampa capaz de hacernos retroceder a 1948 –al Black Mountain College– y, transmutados en el mismísimo Buckminster Fuller, interpretar al Barón Medusa riendo las acrobacias de Merce Cunningham –que hace de mono mecánico mientras ejecuta su danza al ritmo improvisado al piano por John Cage–. Sí, el trazo rojo discordante, esa vibrante M en COMPOSICIÓN NÚMERO 339, ha podido ser la causante del efecto.
COMPOSICIÓN NÚMERO 339… Una bella y compleja pieza. Un elogio de la música… que, si no fuera por la fina ironía que destila la obra, casi podríamos pensar que este acrílico –expuesto en 2021 en la Galeria Shiras, formando parte de la colección ‘Sound on (tnt)’– quiere ser y tener la trascendencia de una forma operística. Aunque a mí ese simulacro de dardos guitarras; de notas incómodas, deseosas de escapar a los límites impuestos por el pentagrama (a su vez poco contento con el papel que le ha tocado desempeñar en la obra y que parece querer viajar libre por la superficie del cuadro), esas explosiones caligráficas, esos símbolos, me sugieren, me trasportan, como he señalado, a alguna de esas burlonas ocurrencias de Satie. A fin de cuentas, sin Satie sería incomprensible el teatro del absurdo y no sufriríamos esos machacones y repetitivos ruidos, pretenciosamente musicales, que ensordecen nuestro día a día. Pero no es menos cierto que sin él, sin Satie, el juego del arte no sería tan divertido.
Seamos generosos y supongamos, por un momento –una sugerente ficción, si se me permite señalarlo–, que todos los elementos dispuestos por Ricardo Escavy en el cuadro, que semejan ejecutar un baile sin fin, son solamente un divertido guiño, no previsto, a 391, la revista en la que colaboraría no solo Erik Satie, también otro irreverente iconoclasta: Francis Picabia. COMPOSICIÓN Nº 339, una diversión, una nueva y libérrima forma de orfismo, una vuelta de tuerca a aquellos Rhythm de Robert Delaunay.
Pero, cuidado, permanezcamos atentos, no vayan esas formas, esos sonidos materializados en el espacio físico del cuadro, a abandonar la tersa superficie de la madera y acaben por invadir cualquier ámbito de nuestra acomodada existencia. Porque como ya sabemos el arte es imprevisible y, como dejó dicho el propio Picabia, además de inútil es imposible de justificar, y quizá sea esa la razón por la que su creación, desarrollo y contemplación produce tanto desasosiego, desazón y miedo.