Nicolás Maduro. / AP

Mientras Oriente Medio sigue dudando si liarse a golpes de todos contra todos, en otros lugares se continúan orquestando golpes de Estado que hay que reconocer que antes se daban con más espectáculo, como cuando el general Pavía, un espadón mostachudo, entró a caballo en el Congreso, o con más ridículo, como cuando el coronel Tejero, también mostachudo pero sin caballo, ocupó el hemiciclo al poco elegante bramido de «¡se sienten, coño!». A veces eran golpes aplaudidos por el respetable como los del general Riego en 1820 para restaurar la Constitución de 1812 en contra del absolutismo de Fernando VII, o el del general Prim para acabar con una Primera República que había perdido el norte, el sur, el este y el oeste. Otras veces eran intentos regeneracionistas bienintencionados pero equivocados como el de Primo de Rivera en 1923, o involucionistas como el de Franco en 1936, que desembocó en una guerra civil seguida por una dictadura de cuarenta años. En España, tenemos modelos para todos los disgustos pues para nuestra desgracia nunca nos han faltado iluminados «salvadores de la Patria» al margen de los deseos de sus compatriotas.

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