Ponemos fin a una semana de alegría para todos los católicos. En algunos casos simplemente ha sido el pistoletazo de salida para peregrinaciones, romerías, autos sacramentales, etc. Una semana, la más festiva probablemente del año, que no debe hacernos perder el foco de lo que celebramos.

Celebramos un misterio, un dogma que tardó mucho en aprobarse pero de los pocos que no contó con apenas oposición para hacerlo: que la Virgen, por la gracia de Dios y en virtud de su contribución como madre de Jesús, fue liberada de la corrupción que supondría la muerte, y en su caso, elevada en cuerpo y alma al cielo, donde está y actúa como mediadora entre Dios y los hombres. No hay atajo más grande que su escalera.

Y también aprendemos una cosa importante: que el cuerpo, lo material, también puede estar en el cielo. Porque nuestro cuerpo, es de Dios. Es obra suya, no es nuestra, es un don; y, por tanto, tiene una dignidad poderosísima.

Ahora, parece que afirmar esto, genera polémica. “Reaccionario” te pueden llegar a llamar. Y cosas peores que no merecen ni un solo segundo de antena. Pero la realidad es que no es nada nuevo, ni ninguna reacción a nada. Simplemente se señalan contradicciones.

Como el obispo de Bilbao, Joseba Segura, durante la misa de la Asunción en Begoña: “Hoy se vive «un tiempo peculiar porque mientras se extiende justamente el culto al cuerpo bello, con las dietas, con los gimnasios, con las cirugías plásticas, al mismo tiempo se cuestiona que ese mismo cuerpo pueda imponer restricciones y límites a nuestra voluntad de ser lo que queramos”.

Y, matizaba, con mucha pericia, que «es importante distinguir entre el legítimo reconocimiento de que algunas personas tienen un profundo sentido de insatisfacción y sufrimiento con su cuerpo”… con “intentar imponer la idea de que el cuerpo no tiene nada que decir, que no importa”.



Fuente