Al acabar el partido sonó Rosalía. Las referencias de ‘Con altura’ emitidas por la megafonía no eran sobre el tamaño de los rascacielos que envuelven el Defense Arena, la ciudad financiera de París coronada con un gran arco que mira desde la distancia al famoso Arco del Triunfo, sino sobre una selección, la española, que acababa de proclamarse por primera vez campeona olímpica en waterpolo femenino. Fue el broche de oro complementado por una afición que celebraba el triunfo con el ruido que da ser mayoría gracias a la anticipación de la confianza o a la reventa, a través de canales oficiales entre 90 y 250 euros, de quienes creían que verían a su equipo y falló a la cita.
Sí, París ha sido una fiesta, que escribiría medio siglo antes Hemingway, aunque con un nivel de uniformados con ametralladoras y chaleco antibalas (siempre en grupos de mínimo cinco, nada de patrullas por pareja) que bien podrían advertir de una insurrección en marcha. Las banderas en las grandes avenidas o hablar de oro y plata habrían añadido sospechas. Pero no. Las insignias no eran portadas por un mismo ejército, sino que eran variadas en brazos y espaldas de aficionados dispares, predominio siempre francés (seguidos por EEUU, siempre presentes en el exterior), que han aparcado sus miedos y pesimismo para lucir ese orgullo que tan poco necesitan para darle relieve como se ha comprobado en cada prueba donde había uno de los suyos o tiñendo la competición de sus tradiciones como los tres golpes con un bastón en el suelo, algo procedente del teatro, antes de comenzar cada evento.
En tiempos donde el turismo de masas ha transformado las ciudades en decorados de fotografías y grupos en torno a guías y explicaciones, París ha dado una vuelta de tuerca para convertir la capital más visitada del mundo en un gran estadio y hacer de sus monumentos iconos que acompañarán a hazañas deportivas, como la Torre Eiffel y los Campos de Marte a la marcha española. Ha sido este giro el que ha hecho que los amantes de los selfies se vieran frustrados ante la ola olímpica, tapando alguno de los encuadres favoritos como Trocadero, la Plaza de la Concordia o el Palacio de los Inválidos por la manta de la competición, como si solo otro tipo de visitante pudiera sobreponerse a la especie previa dominante.
Hasta en forma de pantalla la emoción deportiva ha ganado al fenómeno de posados ante símbolos y postales. Estos han sido los Juegos de los móviles entendidos como oficinas portátiles ultraconectadas al mundo, con cabezas bajadas en los vagones y por las calles esperando el salto de Jordan Díaz, los triples de Stephen Curry o el desenlace de la final entre Djokovic y Alcaraz. A este hubo que recurrir cuando en la principal fan zone de la ciudad, en Hotel de Ville, el edificio del ayuntamiento de París, donde las emisiones se sobreponían a la fachada y daban la espalda a estatuas como la de Voltaire, la retransmisión cortaba entre abucheos de los españoles presentes el duelo en las pistas de Roland Garros para conectar con la lucha por el oro en esgrima entre Francia y Japón. La organización es mía y me llevo el mando a distancia, podrían haber dicho.
Quizás fruto de la borrachera festiva o del exceso de orgullo parisino ha llegado el paso de frenada del Sena. Sus aguas marcan la espina dorsal básica de quien decide caminar entre los principales puntos de interés obviando las distancias y la opción del metro (laberíntico, rápido y eficaz como pocos, con ofertas especiales y subida de precios para el evento) y son parte necesaria de algunas de las estampas emblemáticas de la ciudad, ahora bien, su marrón grisáceo y la historia de vertidos hacían de la competición en él una exhibición de fanfarronería millonaria y de riesgo solo apta para quienes han hecho de esta una forma de presentación. Como si se quisiera hacer comer a cucharadas la albahaca que complementa un plato de pasta.
Y como uno no puede dejar de ver a su amante en cada romance ajeno, piensa en lo que supondría lograr unos Juegos, ya no en Madrid, sino en la propia València, sueños de utopía (o resaca) casi como los de hacer el Sena un río apto para el baño. Los tres golpes previos al silbato inicial serían los avisos de la mascletá, el pebetero sería una falla permanente, la esgrima y el taekwondo podrían inundar la Lonja como lo han hecho en el Grand Palais, la Ciutat de les Ciències vibraría con los deportes urbanos y quién sabe si hasta nos diera por hacer de l’Albufera o del Turia un lugar para la competición. Total, los problemas de precios con la vivienda de gran problema, como en París (aunque a escala) ya los tenemos. Lo difícil no sería lo del estadio olímpico, sino que, como en París, hubiera un metro cada dos minutos.
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