La experiencia enseña a predecir, con cierta probabilidad de acierto, las opciones de éxito de un deportista a partir de dos atributos físicos básicos. El optimismo no se percibe en la sonrisa, siempre engañosa, sino que se lee en la mirada, cuando es decidida y limpia, fija en un punto, como a punto de disparar una llamarada. El pesimismo, en cambio, se observa en la parte posterior del cuello. A partir de cierto ángulo, difícilmente medible a simple vista, las posibilidades de triunfo tienden a cero. Y Alberto Ginés, cuando apareció en el escenario del bullicioso recinto de escalada de Le Bourget, lo hizo con la cerviz bordeando el ángulo recto.
Tenía ante sí el reto de repetir el oro olímpico conseguido en Tokio 2020, aunque en una prueba modificada, desligada la velocidad (la que entonces le hizo un icono) del búlder y la dificultad, su gran especialidad. Si esta última se disputara por separado, algo que seguramente ocurrirá en Los Ángeles 2028 (y lo celebra), su medalla se habría dado prácticamente por segura. Pero también tenía que pasar por la estación del búlder. Y en ella, más todavía que en la clasificatoria, encalló en París hasta convertir en inalcanzable el objetivo de repetir medalla.
Sabía que era su talón de Aquiles. «Quien esperara una medalla mía, es que no sabía mucho de escalada, la verdad», dice después el chico, visiblemente cojo por una lesión en el dedo gordo del pie izquierdo que se produjo en una competición en marzo y que le ha obligado a disputar estos Juegos Olímpicos infiltrado, con dolor.
Ginés, más ágil y resistente que potente y explosivo, más gacela que búfalo, era consciente de sus limitaciones en el búlder, un parcial consistente en completar tres agarres en cuatro ejercicios diferentes, en los que la dificultad entraña en imprimir la potencia necesaria para alcanzar cada bulón y después poder sostenerse en él sin caerse. Prueba que aspira a no repetir nunca más si, como parece, se desliga de la escalada para el próximo ciclo olímpico.
Error en el primer movimiento
Y, en el primer de los bulones, agua. En un muro en el que cinco de los ocho competidores completaron, lo que reporta 25 puntos, Ginés no fue capaz ni de llegar al primer agarre. Un cero que no iba a ser capaz de remontar, pues tampoco supo hollar el 25 en los tres restantes. Con un rendimiento peor que en la clasificatoria, escalar hasta las medallas era ya una quimera.
Le quedaba la resistencia, escalar una pared trufada de agarres durante 40 segundos, en la que se otorgan más puntos cuanto más alto se llegue. Pero dados sus exiguos 24,1 puntos en búlder, el peor de todos empatado con el checo Ondra, tenía que aspirar a un 100 prácticamente imposible y rezar para sus rivales fallaran uno detrás de otro. No ocurrió ni una cosa ni la otra.
Antes de competir, en quinta posición, ya sabía que era matemáticamente imposible alcanzar las medallas, pues tres de sus cuatro rivales ya habían superado el 124,1 al que el extremeño podía aspirar como puntuación máxima. Y sin nada que ganar, pero tampoco nada que perder, Ginés se dio el gustazo de completar una ascensión que rozó la perfección, 92,1 puntos que volvieron a demostrar que es uno de los mejores escaladores del mundo en resistencia. Aunque solo le sirvió para ser séptimo en esta final olímpica.
«Ya dije que estar en la final era el objetivo principal. Hace tres años, después de ganar el oro, ya nos parecía complicado estar aquí en París. Lo hemos conseguido y estamos contentos por esa parte. Si hubiese podido hacer el primer movimiento bien, habría podido luchar un poco más, pero no ha podido ser», lamentaba después Ginés, con más realismo que frustración. De nuevo con la cerviz inclinada. Quizá para Los Ángeles, ya sin el maldito búlder, la puede volver a erguir.