Los Juegos Olímpicos son el mayor espectáculo del planeta, salvo la basura regada por comentaristas convencidos de que sus efusiones liricopatrióticas contribuirán a la gloria de las Olimpiadas. Quienes empezamos en el periodismo deportivo, y desde ahí solo se puede rodar cuesta abajo, recordamos la tortura más refinada de la especialidad:
-Tienes que entrevistar a un futbolista.
Solo había un Valdano, y quedaba demasiado lejos. Ni Guardiola ni Xabi Alonso, una colección interminable de «bueno, lo que pasa es que yo creo que la verdad es que…». Recuerdo al internacional Iván Campo, que se sintió obligado a recordarme que ganaba más en un día que yo en un año. Se quedaba corto, en una estimación que me persigue desde hace décadas como la constatación de un fracaso.
Los tiempos han cambiado, ya hay atletas olímpicos que saben hablar. De la legión extranjera, sobresale la crónica postpartido en perfecto inglés de Djokovic, proponga a un tenista español que pronuncie «hurdles». Y por supuesto LeBron, por algo es el inversor más avezado de fondos propios y ajenos. Sin embargo, la progresión dialéctica se percibe en especial en España.
Prefiero escuchar a Jon Rahm que verlo desempeñando un deporte que puede practicarse sentado y fumando. Los análisis del golfista son impagables, llega a hablar de sí mismo en tercera persona, una escisión reservada a los grandes escritores. Y sin concesiones, rasgo que se contagia a Ana Peleteiro. Con una docena como la atleta, desaparecería el problema racial, y no por comunión eucarística sino por su vena satírica. También defiende un deporte femenino sin «hombres fracasados», en la definición de Martina Navratilova. La gallega elige la perspectiva más peligrosa y la aborda con la elegancia de un triple salto. En fin, la última revelación es Mariona Caldentey, una futbolista precisa y articulada frente a un periodista que excepcionalmente cumplía con su función crítica en los Juegos.
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