Las verdaderas estrellas de París’24 no han acudido en busca de unas vulgares medallas de oro, sino del título de GOAT, el Greatest Of All Times o Más Grande de Todos los Tiempos. Lo pretendía Simone Biles, que tropezó con el umbral pese al apoyo de los políticamente correctos. También LeBron James voló a Francia para eclipsar a Michael Jordan, misión incumplida por lo que deberá conformarse con el metal dorado. En cambio, el más odiado por todos ustedes ha coronado su objetivo. Se necesitaría cometer más infracciones que los deportistas chinos con el dopaje, para obviar desde el pasado domingo que no ha habido ni hay otro como Novak Djokovic. Ni tampoco lo habrá, el vaticinio obligatorio cada vez que se corona a un GOAT.
Queda claro que el oro individual de Djokovic no basta, aunque durante unos segundos lo convirtiera en algo parecido a un ser humano. Tampoco han sido suficientes los 24 Grand Slams previos que nadie igualará, ni las 428 semanas como número uno del mundo, más de dos años por encima del segundo que por cierto se llama Federer. El ascenso a GOAT del serbio se produjo gracias a una final olímpica estratosférica. Donde el rival no era uno de esos mediocres aspirantes acabados en «-ev», sino el heredero proclamado por Nadal en la misma capital francesa, antes de que el mallorquín también sucumbiera por una autoconfesada «paliza» ante el balcánico.
Djokovic aplastó a Alcaraz, el único en condiciones de sucederle. El marcador de 37 a 21 años tampoco es trivial, pero el tie break del segundo set quedará inscrito en la historia. Puede saborearse en sesión continua, sin necesidad de más tenis para aprenderlo todo sobre la raqueta. Combinado con la calma gélida del serbio, opresiva para el rival. Y dado que cada cual tiene que elegir su golpe en ese 7-2 para la historia, me quedo con el smash cambiado de dirección en el último instante, para pillar al español a contrapié. Djokovic es el GOAT del tenis, lo siento por quienes confunden pasión con patriotismo.
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