El caso del asesinato del canónigo emérito de la catedral de Valencia, Alfonso López, cometido entre el 21 y el 22 de enero pasado en un piso del Arzobispado en el número 22 de la calle Avellanas, no deja de enredarse a medida que se conocen los resultados de las pruebas periciales de la Policía Científica. A la duda más que razonable introducida por el informe de ADN, que reveló que en el escenario del crimen había restos biológicos de dos varones desconocidos, además de los de los dos nuevos imputados –el ‘asistente’ y guardaespaldas, por un lado, y el ‘amante’ con discapacidad que hizo venir de Extremadura–, pero ni un vestigio genético del único encarcelado, Miguel V. N., se suman los resultados de los análisis de las huellas dactilares.
La Policía Científica acudió en tres ocasiones al piso de la calle Avellanas. La primera vez, en la tarde del 23 de enero, recién levantado y trasladado al Instituto de Medicina Legal (IML) el cadáver de la víctima, fueron aisladas 23 huellas. Dos días más tarde, con Miguel V. N. ya detenido en el Hostal Abastos, en posesión del teléfono y dos tarjetas bancarias del sacerdote, Homicidios pidió al juez autorización para regresar a la vivienda porque, explicaron al magistrado, sabían que esas tarjetas habían sido cogidas del escritorio ubicado en el despacho que Alfonso López tenía nada más entrar en el piso, en la parte derecha, justo enfrente de su dormitorio.
La Policía no explicó cómo supo que era ese el escritorio, concretamente uno de sus cajones, donde Alfonso López guardaba tanto la tarjeta de los grandes almacenes con la que Miguel V. N. compró unas deportivas de la marca Elba por 125,50 euros y un suéter de Emporio Armani por 260, como la de la entidad bancaria Cajamar con la que extrajo 1.800 en cajeros y pagó en bares y restaurantes de menús a bajo precio. Lo cierto es que la petición llegó justo después de la detención del principal investigado y que el juez accedió a la solicitud de Homicidios.
El cajón de los 7 ‘pendrives’
Curiosamente, se trata de la misma mesa de despacho donde en la primera inspección ocular habían sido confiscadas las siete memorias extraíbles que el juez ha impedido analizar. Por ahora. Esos siete ‘pendrives’, tal como adelantó en exclusiva Levante-EMV en su momento, estaban en el cajón superior de la izquierda, dentro de una bolsa de plástico blanca. La Policía los cogió, pero, al parecer, no buscó huellas en el escritorio en esa primera ocasión.
Esa segunda inspección ocular, realizada el 25 de enero, un día después de la detención de Miguel V. N., sirvió para aislar 21 huellas. Cuatro de ellos tuvieron que ser desestimadas «por no reunir las condiciones técnicas o lofoscópicas mínimas para su estudio» –en España se requieren 12 puntos para poder cotejar una huella, aunque con 8 ya se le da validez jurídica–, así que no es posible conocer de quién son.
Siete fueron desechadas porque eran de la víctima, pero otras diez fueron identificadas como pertenecientes al guardaespaldas o ‘ayudante/asistente’ del sacerdote, un hombre nacido en Rumanía al que había conocido en 2012 y que igual le hacía arreglos en casa que –la mayor parte de las ocasiones– le servía para darle seguridad frente a esos hombres en situación de calle que subía a casa para mantener relaciones sexuales con ellos.
Las diez huellas de ese hombre, M. P., que la semana pasada prestó declaración con asistencia letrada tras pasar de testigo a investigado en la causa abierta por el homicidio del canónigo, estaban en el borde interior de la mesa de escritorio. Las únicas que no han podido ser identificadas –las cuatro desechadas– son precisamente las aisladas en las cajoneras (la Policía Científica no matiza en cuáles, por lo que no es posible saber si es en el que habían confiscado los pendrives o en otro).
Cambio de actitud ante el juez
Cuando M. P. fue interrogado por el juez de Instrucción 19 de Valencia, el fiscal, Antonio Gastaldi, y el letrado de la defensa, Jorge Carbó, en presencia de su propio abogado, mantuvo una actitud de tranquilidad. Hasta que se le preguntó por qué sus huellas –10, tres más que las del morador de la casa y usuario único del despacho, Alfonso López– aparecían en ese escritorio, sobre el cual la Policía había encontrado, además, la libreta de ahorros de la víctima (que no actualizaba desde junio de 2023, así que no debía usarla mucho), numerosos documentos y correspondencia, todo ello revuelto, y los recibos del dinero enviado desde Correos al hombre extremeño con el que el cura mantuvo una relación sexual horas antes de su asesinato, M. P. perdió su entereza. Y exhibió la mirada torva descrita por el gestor cultural del arzobispado que solía ir a casa de Alfonso López para actualizarle los dispositivos informáticos. Y precisamente fue en quien intentó refugiarse M. P. ante el juez para justificar esas huellas.
Según declaró en esa comparecencia, sus huellas estaban en la mesa del escritorio porque se había sentado en la silla «para ponerle las contraseñas y claves del ordenador cuando vino el informático». La respuesta no parece muy sólida: ese hombre ya prestó declaración ante el grupo de Homicidios de la Policía Nacional y manifestó que la última vez que había estado en la casa de Alfonso López había sido «dos meses antes» de su asesinato. Es decir, en noviembre de 2023 y justo ese día el canónigo estaba solo, declaró el gestor cultural del arzobispado declaró a los investigadores.
Es más, el hombre agregó que iba «cada dos o tres meses», por lo que, como pronto, habría coincidido en la vivienda con M. P. entre agosto y septiembre. Es difícil creer que esas huellas pudieran seguir en el escritorio, intactas, entre cuatro y cinco meses después, en caso de que M. P. hubiese dicho la verdad cuando aseguró que le había puesto en marcha el ordenador al informático.
El gestor desmiente la versión
Algo que, a tenor del contenido de la declaración de ese testigo, tampoco parece muy probable, ya que le llegó a decir a la Policía que ese hombre, el ahora encartado como investigado en la causa judicial abierta por el homicidio del sacerdote, le daba miedo. En concreto, ese testigo describió la escena justo al revés de como se la relató M. P. al juez.
Así, declaró ante el grupo de Homicidios que una de las veces que fue al piso de Alfonso López coincidió en el mismo cuarto con ese hombre, pero sin que este estuviese sentado y él esperando, sino justo al contrario: el gestor cultural revisaba el antivirus del ordenador, por lo que obviamente estaba sentado en la silla frente a la mesa, mirando el ordenador, mientras que el otro estaba de pie, ante él. En esa posición «se quedó allí, mirándolo fijamente, sin mediar palabra, lo cual le generó una gran inquietud», recoge el agente que le tomó declaración al informático, quien matizó que esa escena se produjo «un día que se quedó a solas con él» en el cuarto donde estaba el ordenador. Un detalle más, en el piso de la calle Avellanas hay dos escritorios con ordenados. El gestor cultural no aclaró en cuál de los dos se produjo ese incidente con M. P., de quien dice iba «desaliñado, con ropa vieja» y que tenía «un comportamiento extraño, errático».
Este testigo agregó que M. P. era el «hombre que con más frecuencia veía en casa de Alfonso», y que precisamente fue a él a quien vio la última vez que había visto al sacerdote acompañado en su casa. También describe a los otros dos que solía ver en la casa. Tampoco coinciden esas descripciones con la del único encarcelado, Miguel V. N.
Suscríbete para seguir leyendo