En la historia de Israel, pocos momentos han sido tan cargados de tensión como las tres semanas previas a la Guerra de los Seis Días en 1967, conocidas como el «período de espera» o tekufat hahamtana. La nación, joven e internacionalmente aislada, enfrentaba una amenaza que parecía insalvable: una guerra regional total que se cernía sobre ellos con una certeza inquietante.

El aire estaba saturado de ansiedad y el país se encontraba sumido en un estado de nerviosa anticipación. Egipto, con un movimiento audaz y desafiante, había cerrado el estrecho de Tirán, un acto de guerra que provocó un escalofrío colectivo. La retórica que llegaba de las naciones árabes resonaba con una hostilidad ominosa, y los israelíes se preparaban para lo peor. La imagen de fosas comunes siendo excavadas en los parques, una macabra medida de precaución, permanece como un testimonio del miedo que permeaba el ambiente.

Este angustioso período de incertidumbre alcanzó su clímax el 5 de junio de 1967, cuando Israel, tomando la iniciativa, lanzó un ataque preventivo que destruyó la Fuerza Aérea egipcia en tierra, alterando radicalmente el curso de la historia en cuestión de horas.

Hoy, esa sensación de espera vuelve a revivir en la conciencia colectiva de la nación. La reciente eliminación de figuras clave como el jefe del Estado Mayor de Hezbolá, Fuad Shukr, en Beirut, y el líder de Hamás, Ismail Haniyeh, en Teherán, ha encendido una chispa de temor y especulación. Israel, una vez más, se encuentra en vilo, anticipando la respuesta de Irán y Hezbolá, ya sea de forma conjunta, por separado o junto a otros actores del «eje de la resistencia».

No se puede hablar de pánico descontrolado. Las ventas de generadores domésticos, agua embotellada, atún enlatado y salami reflejan un estado de preparación más que de desesperación. El verdadero pánico se revelaría en un éxodo masivo, en hogares cerrados a cal y canto y en la paralización total de la vida cotidiana. Eso no es lo que se ve en Israel.

Sin embargo, la ansiedad es innegable. Con amenazas de represalias flotando en el aire y los medios especulando sin cesar sobre las posibles respuestas y el cuándo y cómo de los ataques, el nerviosismo es palpable. La gran incógnita, sin embargo, es si esta ansiedad es compartida al otro lado de la línea. ¿También en Beirut y Teherán se sienten acechados por la incertidumbre? ¿Acopian ellos también suministros, preguntándose cuándo y desde dónde caerá el siguiente golpe?

La espera, ese viejo conocido, vuelve a envolver a Israel en una tensión que, aunque no nueva, siempre es desconcertante. Los días venideros podrían definir no solo un nuevo capítulo en la historia de la región, sino también en el estado de ánimo de un país que ha aprendido a convivir con la posibilidad de lo inesperado.

¿Por qué no? ¿Por qué esta aparente calma en el otro lado, mientras que Israel, tras haber eliminado a dos figuras de alto perfil, se coloca en una postura defensiva, conocida en hebreo como konnenut sfiga? Dos architerroristas han caído: uno en Beirut, cuya cabeza tenía precio en Estados Unidos, y otro en Teherán, con Israel guardando un elocuente silencio sobre su participación. Sin embargo, es Israel quien ahora parece estar a la defensiva, preparándose para un contraataque.

Esta situación tiene un tinte paradójico. Se esperaría que el temor estuviera del lado de Beirut y Teherán, los refugios de estos líderes eliminados, y no en Israel, que ha tomado la ofensiva. Este escenario recuerda no solo al tekufat hahamtana, sino también a principios de abril, cuando la eliminación del comandante del Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica, Mohammad Reza Zahedi, en Damasco, desencadenó una respuesta iraní que vino en forma de más de 300 aviones no tripulados, misiles de crucero y balísticos dirigidos hacia Israel.

La memoria de ese momento es vívida. Los ciudadanos vieron, con una mezcla de incredulidad y temor, a los presentadores de televisión anunciar la inminente llegada de drones y misiles, como si se tratara de vuelos programados en la pantalla de llegadas del aeropuerto Ben-Gurión. Esa visión de la bala en cámara lenta, acercándose inevitablemente, dejaba al espectador en un estado de ansiosa oración: rogando porque las defensas del país fueran lo suficientemente fuertes como para desviar el ataque o porque, de alguna manera, la amenaza no se materializara.

La situación actual provoca una sensación similar de impotencia entre la población, una espera agónica por lo que pueda suceder, como si lo inevitable fuera una tormenta que se avecina, inminente y despiadada. Sin embargo, esta impotencia es solo aparente. Israel, lejos de ser una nación pasiva, posee un poderío formidable que no debería limitarse a esperar. No puede permitirse el lujo de ver cómo se desarrolla el siguiente acto de esta tragedia antes de actuar.

Si bien es posible que haya razones estratégicas o presiones externas, como las de Estados Unidos, que frenen una respuesta inmediata, Israel debería dejar claro que cualquier ataque será enfrentado con una fuerza inmediata y abrumadora. La planificación para una respuesta así debería estar no solo en marcha, sino en una etapa avanzada.

Es imperativo que esta vez, las amenazas no se queden en palabras vacías. Los discursos del primer ministro Benjamin Netanyahu, del ministro de Defensa Yoav Gallant o del jefe del Estado Mayor Herzi Halevi sobre «devolver al Líbano a la Edad de Piedra» han perdido su eficacia tras repetirse hasta la saciedad. Ahora, más que nunca, las acciones deben acompañar las palabras. La respuesta debe ser fulminante y devastadora, asegurando que no quede duda alguna sobre la determinación de Israel de proteger su soberanía y a su pueblo. La retórica debe dar paso a la realidad; de lo contrario, el ciclo de provocación y represalia podría perpetuarse sin fin, dejando al país en un estado perpetuo de alerta y temor.

La proyección de poder es más que una estrategia militar; es un componente vital para la moral del país. Israel no es un espectador pasivo en el escenario internacional. Con uno de los ejércitos más potentes y tecnológicamente avanzados del mundo, es fundamental que la población lo recuerde y lo vea en acción, no solo para asegurar la defensa del territorio, sino también para mantener la salud psicológica del pueblo. La sensación de impotencia, alimentada por una postura defensiva ante las amenazas de Irán y Hezbolá, erosiona la moral nacional y siembra la incertidumbre.

El asesinato de Fuad Shukr, una figura clave en Hezbolá, vino en respuesta a una tragedia que sacudió a la nación: la muerte de doce niños y jóvenes en Majdal Shams, víctimas de los cohetes lanzados por Hezbolá. La secuencia de eventos refuerza un patrón alarmante: Israel solo actúa después de que un ataque enemigo ha tenido «éxito» en causar bajas significativas. Esta dinámica de reacción, en lugar de acción preventiva, es un grave error estratégico. Si Israel hubiera destruido las capacidades de Hamás tras los primeros ataques con cohetes en 2001, en lugar de esperar a un incidente con numerosas víctimas, el panorama de seguridad actual podría haber sido muy distinto.

La adopción de una postura defensiva no solo es un error táctico, sino que también envía un mensaje confuso tanto a los enemigos de Israel como a su propia ciudadanía. Este enfoque sugiere una vulnerabilidad que no es real, lo que podría animar a los adversarios a probar suerte, aumentando el riesgo de conflictos mayores. La demostración de poder, en este caso, es tan necesaria como la defensa en sí misma. Es un recordatorio de que cualquier ataque será respondido con una fuerza decisiva e implacable.

Comparar el período de espera actual con el que precedió a la Guerra de los Seis Días revela tanto similitudes como diferencias significativas. En 1967, había una incertidumbre palpable sobre la capacidad del ejército israelí para resistir un ataque coordinado de los estados árabes vecinos. Hoy, aunque persiste la preocupación por los posibles daños, existe una confianza mucho mayor en la capacidad del ejército para gestionar y repeler cualquier amenaza. Las capacidades militares de Israel han evolucionado exponencialmente desde entonces, ahora cuentan con una de las fuerzas más sofisticadas del mundo y un sistema de defensa antimisiles sin igual.

Otra diferencia crucial radica en el contexto internacional. En 1967, Israel se encontró en un aislamiento casi total, especialmente tras la retirada de las fuerzas de paz de la ONU del Sinaí, exigida por Egipto y a la que la ONU accedió rápidamente. La incertidumbre sobre el nivel de apoyo internacional era alta y el escepticismo generalizado. Hoy, aunque la diplomacia global sigue siendo compleja y desafiante, Israel cuenta con alianzas estratégicas y un reconocimiento de su fuerza militar que no existía hace décadas.

Así, mientras el país navega por estas aguas turbulentas, la necesidad de una postura firme y proactiva se hace cada vez más clara. El miedo y la cautela no deben ser las fuerzas motrices; en cambio, la seguridad y la confianza en la propia capacidad deben guiar cada decisión. Es imperativo que la nación y sus líderes no solo hablen con determinación, sino que actúen con ella, asegurando tanto la seguridad inmediata como la moral a largo plazo de su pueblo.

Actualmente, el panorama estratégico ha cambiado notablemente con la presencia de Estados Unidos en la región. La llegada de buques de guerra norteamericanos para asistir a Israel en la intercepción de drones, cohetes y misiles, como ocurrió en abril, es una muestra clara de un respaldo militar tangible. Esta vez, sin embargo, la cooperación no se limita a una sola potencia. La coordinación con una alianza regional de defensa, nacida tras los Acuerdos de Abraham y guiada por el Comando Central del Ejército de Estados Unidos (CENTCOM), refuerza un frente unificado. Este lazo regional representa una fuerza significativa, un escudo compartido contra las amenazas que se ciernen sobre la región.

Sin embargo, la naturaleza de la amenaza existencial que Israel enfrenta hoy difiere en gran medida de la de 1967. En aquel entonces, el miedo era casi palpable; había una posibilidad real de que una coalición de ejércitos árabes invadiera y erradicara al joven Estado judío. La guerra no solo amenazaba con la derrota, sino con la aniquilación total.

Hoy, aunque Israel sigue enfrentando desafíos existenciales, la inmediatez de la amenaza ha cambiado. Ya no se teme una invasión terrestre que conquiste y destruya el país de inmediato. El riesgo más inmediato no es la desaparición súbita del Estado, al menos no hasta que Irán adquiera una capacidad nuclear operativa. En cambio, la preocupación radica en la posibilidad de una guerra de desgaste prolongada. Un conflicto así podría no destruir a Israel de la noche a la mañana, pero sí minar lentamente su capacidad para sostenerse. La vida cotidiana de los ciudadanos se volvería insostenible, la economía sufriría y, con el tiempo, la viabilidad misma del Estado podría verse comprometida.

Es esta amenaza persistente, sutil, pero corrosiva, la que define el carácter existencial del peligro actual. No es menos grave que el miedo a una invasión, pero es más insidioso. Israel no puede permitirse el lujo de ser un espectador pasivo, esperando a que la adversidad golpee. La supervivencia del país depende de una postura proactiva: la necesidad de tomar medidas preventivas, de anticipar los movimientos de sus enemigos y de responder con rapidez y contundencia cuando sea necesario.

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