Seguramente porque el periodista gijonés José Ángel Abad está pegado –por vocación y obligación– a la terrenal realidad del mundo, su «directo» a modo de pregón desde el balcón de la casa consistorial, contuvo mensajes potentes. De impacto momentáneo y también de digestión lenta. Es de agradecer el mimo con el que igualó, en apertura de mente e inclusión, Gijón con Nueva York, ciudad en la que trabaja como corresponsal. Todo después de hilar recuerdos de barrio y ciudad. Fue lindo. Pero aún más me caló una enumeración de cambios ante los que hemos de estar prevenidos. No para esquivarlos, sino para afrontarlos y desenvolvernos en ellos.
«El hombre blanco es como el agua, inevitable», decía resignado el jefe indio a los suyos cuando veían acercarse aquellas figuras a caballo con una suerte de lanzas humeantes. Abad, experto pateador del asfalto sobre aquella tierra conquistada, nos vino a decir que la inteligencia artificial y el cambio climático son, al estilo del agua, inexorables. Y abrió hilo sobre las transformaciones que nos traen: en nuestra forma de aprender y enseñar, consumir, conocernos, relacionarnos, trabajar, entretenernos y hasta hacer la guerra. O contemplar cómo otros la hacen.
Es cierto que cada cual en nuestro negociado andamos bregando con cambios frente a los que no es una opción salir corriendo o fingir que no están. Educar en un mundo hiperconectado a generaciones noqueadas por la hiperestimulación, es un reto cuya dimensión sólo conoce quien pisa diariamente un aula. Pero Abad, como buen periodista, nos trajo un aviso de aldea global. Harán falta ojos bien abiertos, mente fresca y valores compartidos.
En esas reflexiones me hallaba ayer cuando tomaba un baño de mar en nuestro arenal principal, lleno como sólo agosto sabe. Al viento, bien visible, bandera amarilla con manchurrón para daltónicos. Es sencillísimo situarse al llegar a la playa con respecto al estado de la mar y las indicaciones del servicio de salvamento. Sólo hay que querer.
Sin embargo, era un dolor contemplar las evoluciones de un sufrido socorrista tratando de acotar el espacio seguro para el baño de aquel donde la resaca era un riesgo real. Tal era la insubordinación a sus indicaciones que vino a socorrerle un compañero desde la orilla y otros dos en moto acuática. No sólo pandillas de adolescentes, también padres con críos, y críos sin padres a la vista hacían oídos sordos al silbato frenético del muchacho, que debió llegar a casa extenuado y cuestionando profundamente la naturaleza humana y sus rumbos.
El mensaje de Abad se perdió mar adentro. A qué retos complejos podemos enfrentarnos, con qué nobles virtudes si, bien avisados, dejamos zambullirse en el primer riesgo al necio que llevamos dentro.
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