Donald Trump ponía en duda esta semana que su rival demócrata, Kamala Harris, pese a ser hija de padre negro y tener la piel negra, sea negra. Los ultraderechistas británicos llevan días manifestándose de forma violenta por el asesinato de tres niñas a manos de un joven galés, de padres ruandeses, y piden la expulsión de los musulmanes de Gran Bretaña a los que hacen responsables del terrible crimen, pese a que el asesino, un joven con problemas mentales, es, como la mayoría de los ruandeses, cristiano. La mentira nunca había tenido tanto poder como en el presente.
Si son capaces de hacer creer a tantas personas que un negro no es negro o que un cristiano es musulmán, hacer comulgar a los crédulos con mentiras más elaboradas, como que bajar los impuestos a los ricos beneficia a los pobres, que no hace el calor que marcan los termómetros o que privatizar la sanidad pública va a hacer más accesible el acceso a los servicios médicos, como comprenderán, es pan comido.
La culpa, evidentemente, no es sólo de quienes engañan, sino en gran medida de quienes se dejan engañar. Muchos sociólogos opinan que la mentira está íntimamente ligada a nuestro proceso evolutivo. Cuando la ciencia era incapaz de dar respuesta a los enigmas de la naturaleza, la mentira, piadosa en muchos casos e interesada en otros, era el único medio de no caer en la desesperación existencial. La religión, aún ahora, sigue siendo la respuesta vital para miles de millones de seres humanos. No es casualidad que la inmensa mayoría de quienes siguen a quienes han hecho de la mentira su forma de ganar poder y dinero sean creyentes.
El caso de Donald Trump es paradigmático. Su vida es uno de los más claros ejemplos de incumplimiento de los Diez Mandamientos cristianos: blasfemo, ladrón, putero y un largo etcétera certificado en sede judicial. De momento no se le ha podido demostrar que haya asesinado a nadie, pero él mismo reconoció que la fe de sus seguidores en él era tanta, que «Podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos». Pues pese o gracias a ese curriculum vitae, que firmaría el mismo Lucifer, la inmensa mayoría de sus seguidores se declaran fervientes cristianos defensores de las leyes divinas.
Hitler hizo creer a muchos que era socialista, Franco que quien había dado el golpe de estado era el Gobierno de la República y Feijóo, mucho más modesto, que no gobierna porque no quiere. A este paso llegará el día en el que Abascal nos hará creer que las camisas se le encogen por lo mucho que suda trabajando. La mentira es tan cierta en nuestros tiempos, que la verdad se antoja una excentricidad imposible de creer.