Carlos Alcaraz lo deseaba, pero Novak Djokovic lo necesitaba. El español lo deseaba porque lo quiere todo y se cree capaz de todo, porque su aleación de vigor juvenil y talento generacional no permite otra opción. Su llanto final expresaba ese deseo. Pero el serbio sobrepasaba el nivel del deseo, él lo necesitaba. Lo necesitaba como nunca había necesitado tanto algo en toda su carrera, que es la del mejor tenista de la historia. Y la vida, a veces con crueldad, nos enseña que entre el deseo y la necesidad siempre se impone la necesidad, como también lo hizo este domingo en Roland Garros, en la final olímpica de tenis que bañó de imperial oro a Djokovic y de melancólica plata a Alcaraz.

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