Ayer viernes servía como guía a un amigo madrileño que acaba de llegar de vacaciones, y mientras deambulábamos por la Catedral, al entrar en la capilla de San José nos encontramos con la tumba de José de Viera y Clavijo.
-Aquí yace el máximo exponente de la Ilustración canaria –señalé–, quien, tras viajar extensamente en vida siguió haciéndolo después de muerto.
-¿A qué te refieres?
-A que su entierro no fue su último viaje, sino el antepenúltimo, pues cuando falleció el 21 de febrero de 1813, el cabildo catedral tuvo que reunirse para debatir la cuestión de su sepelio.
-¿Por qué?
-Por un lado, estaba su deseo de ser sepultado en esta capilla. Por otro, las nuevas leyes que exigían hacerlo fuera de las ciudades. Aunque él mismo las había criticado por contradecir la antigua tradición de inhumar en las iglesias, señaló en su testamento que, dado que “las ideas políticas ahora dominantes se opondrán a mi voluntad, solo puedo pedir que se dé sepultura a mi cadáver en camposanto, donde tuvieran a bien los vivos… y si volviesen las cosas a su primer ser, se verificará lo que tengo dispuesto en la antecedente cláusula”. Por ello, decidieron enterrarlo en el cementerio público de esta ciudad, aún en construcción, en una tumba junto al lugar donde planeaban construir un panteón para sus miembros.
-Por lo que cuentas, supongo que sería una tumba provisional.
-Tan provisional que, diecisiete años después, inspiró esta indignada elegía al poeta Rafael Bento y Travieso:
¿Esta es la tumba del insigne Viera?… / ¿Este su grande y digno mausoleo?… / ¿En dónde están la trompa, el caduceo, / la lira, y el laurel que antes ciñera?… / Ay!, todo es sombra ya, nube ligera/ que el aire disipó. Quien fue recreo / del orgulloso Atlante, ora es trofeo, / pero grandioso, de la Parca fiera. / ¡Oh Vírgenes!, llegad, derramad flores / sobre este humilde túmulo sagrado / en que descansa un sabio sin temores.
-¿Y esos versos, dedicados a un muerto, tuvieron algún efecto sobre los vivos?
-Sí, porque treinta años después, una vez acabado el panteón, fue exhumado y trasladado allí temporalmente.
-¿La cambiaron de tumba temporalmente?
-Efectivamente, porque cuando las leyes funerarias se flexibilizaron, sus restos fueron traídos a esta capilla con motivo del primer centenario de su muerte para cumplir con su último deseo.
-¿Tuvo que transcurrir nada menos que un siglo para dar con sus huesos donde realmente quería?
-Sí, pero al menos tuvo la suerte de que con tanto ajetreo no se perdieran, como ocurrió con los de tantos otros.
-¿Quiénes?
-Figuras tan importantes de la historia de esta isla como Fernando Guanarteme, Doramas, Pedro de Algaba, Gonzalo Argote de Molina, Luján Pérez y Rafael Bento y Travieso, entre otros.
Aunque aquellos nombres le sonaran a chino, mi amigo no podía creer lo que acababa de escuchar:
-¿No se conservan los despojos de ninguno de esos personajes? ¿Qué os pasa a los canarios?
A lo que respondí inmediatamente:
-¿Crees que eso solo ha sucedido aquí? Vosotros, los madrileños, habéis perdido los de Cervantes, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Velázquez… y podría seguir porque la lista es interminable. Pero tranquilo, no somos los únicos. Sin ir más lejos, los granadinos han perdido los de los reyes nazaríes, el Gran Capitán y Federico García Lorca y lo mismo podríamos decir de casi todas las ciudades de este país. Por ejemplo, ¿cómo es posible que los pocos huesos que se conservan de El Cid Campeador y Doña Jimena estén repartidos entre Burgos, Francia y la República Checa?
-Entonces más bien parece algo tan español como la siesta.
-¿Acaso debo recordarte –volví a replicar–, que tampoco se conservan los de Alejandro Magno, Cleopatra, Marco Antonio, Gengis Kan, Leonardo da Vinci, Mozart y Mata Hari?
-En tal caso, veo que no es un defecto español, sino mundial. ¡Parece como si toda la humanidad estuviese empeñada en perder los restos mortales de sus personajes más célebres! Pero resulta particularmente irónico que ni siquiera se conserven los de ese poeta que expresó su indignación al ver que los de Viera y Clavijo no yacían en el sitio indicado.
-Y eso que se trata del más reciente de todos esos muertos ilustres en paradero desconocido, pues nació el dos de agosto de 1782.
-Entonces –añadió tras hacer un cálculo mentalmente–, hoy se cumplen 242 años de su llegada a este mundo.
-Que abandonó el 26 de noviembre de 1831, siendo inhumado, como Viera y Clavijo, en el cementerio de esta ciudad.
Tumba de Viera y Clavijo en la capilla de San José, en la catedral de Santa Ana. / Andrés Cruz
-Entonces se conoce su sepultura.
-No, porque fue enterrado en una tumba anónima.
-¿Por qué?
-Por haber tenido la osadía de vivir como un liberal y la desgracia de morir durante la Década Ominosa.
-¿Puedes aclararme qué es eso? La única década con nombre propio que conozco es la prodigiosa.
-Bueno, así es como se denominan los últimos diez años del reinado de Fernando VII. Durante ese tiempo, los liberales fueron reprimidos, exiliados o directamente eliminados. De hecho, Rafael Bento y Travieso murió justo seis meses después de la ejecución, por garrote vil, de Mariana Pineda, un 26 de mayo.
-¿Entonces no se sabe dónde están sus restos por el simple hecho de haber sido liberal?
-No solo por eso. Haciendo honor a su segundo apellido, fue todo un rebelde: donjuán, ilustrado, enciclopedista, amante de la libertad, ecologista avant la lettre y defensor de la Constitución de Cádiz, dedicó poemas a varias víctimas del absolutismo fernandino como El Empecinado, Espoz y Mina, Díaz Porlier y el general Lacy, lo que le llevó ser vigilado y perseguido por la Inquisición. Y por si fuera poco, como buen exponente del romanticismo, murió joven y de la enfermedad romántica por excelencia.
-¿La locura?
-No, la tisis. Por eso, al igual que Bécquer, no publicó ningún libro de poemas en vida.
-¿Ni siquiera en la prensa?
-Cuando murió aún no existían periódicos en Gran Canaria.
-¿Y dónde falleció?
-En el Hospital de San Martín, recibiendo el cuidado y la atención de numerosos amigos, pues tuvo la típica muerte de los tísicos, tan mitificada en aquella época.
-¿Cómo puede idealizarse una muerte tan desgarradora?
-Porque, al igual que John Keats, Novalis y compañía, en sus últimas horas experimentó la spes phthisica o esperanza del tísico, un síntoma común en los enfermos de tuberculosis pulmonar avanzada que consiste en una falsa sensación de bienestar que suele ir acompañada de arrebatos de creatividad,
-¿No me digas que murió recitando sus últimas composiciones?
-Sí, y por eso existía la creencia de que la tisis provocaba raptos de creatividad justo antes de expirar.
-¿Y esa genialidad romántica que acompañó sus estertores atrajo a los románticos?
-No solo eso, sino su aspecto, que ellos encontraban bastante atractivo.
-¿Cómo iban a encontrar atractivo a un moribundo?
-Precisamente por eso. Su apariencia macilenta, lívida, casi moribunda encarnaba perfectamente el ideal de belleza romántico. Muchos personajes de la época seguían estrictas dietas a base de vinagre y agua para provocarse anemias que palidecieran su fisonomía. Por eso recibió tantas visitas: todos veían en él a un nuevo Keats o a otro Novalis en el lecho de muerte, alguien que, como dictaba la moda, había vivido rápido, iba a morir joven y, por tanto, era de esperar que dejase un bonito cadáver.
-¿Y cómo es que tras fallecer se olvidaron de él? ¿A ningún liberal se le ocurrió ponerle una lápida durante la regencia de María Cristina de Borbón, quien asumió el poder gracias a ellos?
-Pues no, porque el romanticismo español fue muy breve. Como la mayoría de las modas, pasó rápidamente, y para los realistas, nada resultaba más patético que el romanticismo y sus poetas muertos, ya fueran tísicos o suicidas.
Mi amigo, atónito, guardó silencio unos segundos. Luego, soltando una carcajada, exclamó:
-Entonces, ¡quizás lo que defina a los vivos sea nuestra capacidad de olvidar a los muertos! Aunque también deberíamos pensar que algún día nos harán lo mismo a nosotros.
Encogiéndome de hombros, respondí:
-Tal vez sea una manera inconsciente de asegurarnos de que el pasado no nos esclavice. O simplemente, seamos demasiado descuidados.
Salimos del templo riéndonos de esa tendencia, tan humana, o inhumana, según se mire, de olvidar a los muertos. Mientras el sol se ponía anunciando la muerte del día, comprendimos que, aunque la historia pueda perderse, las conversaciones y reflexiones acerca de ella siempre acaban rescatándola. Y así, continuamos debatiendo sobre las grandezas y miserias de la humanidad, conscientes de que algún día no solo nuestros restos, sino nuestras propias palabras se perderían en el viento, como ha sucedido con las de tantos otros, poetas o no, antes que nosotros.
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